Ciudad
del Vaticano, 2 de abril 2015 (VIS).-Esta mañana, a las 9,30 en la
basílica de San Pedro, el Papa Francisco ha presidido la Santa Misa
del Crisma, liturgia que se celebra hoy, Jueves Santo en todas las
iglesias catedrales. Han concelebrado con el Santo Padre los
cardenales, obispos y presbíteros (diocesanos y religiosos)
presentes en Roma.
Durante
la celebración eucarística, los sacerdotes han renovado las
promesas hechas durante su ordenación y, a continuación, se han
bendecido el aceite para los enfermos, el de los catecúmenos y el
del crisma.
Publicamos
a continuación la homilía pronunciada por el Santo Padre.
''Lo
sostendrá mi mano y le dará fortaleza mi brazo'', así piensa el
Señor cuando dice para sí: ''He encontrado a David mi servidor y
con mi aceite santo lo he ungido''. Así piensa nuestro Padre cada
vez que ''encuentra'' a un sacerdote. Y agrega más: ''Contará con
mi amor y mi lealtad. Él me podrá decir: Tú eres mi padre, el Dios
que me protege y que me salva'' .
Es
muy hermoso entrar, con el Salmista, en este soliloquio de nuestro
Dios. Él habla de nosotros, sus sacerdotes, sus curas; pero no es
realmente un soliloquio, no habla solo: es el Padre que le dice a
Jesús: ''Tus amigos, los que te aman, me podrán decir de una manera
especial: ”Tú eres mi Padre”'' . Y, si el Señor piensa y se
preocupa tanto en cómo podrá ayudarnos, es porque sabe que la tarea
de ungir al pueblo fiel es dura; nos lleva al cansancio y a la
fatiga. Lo experimentamos en todas sus formas: desde el cansancio
habitual de la tarea apostólica cotidiana hasta el de la enfermedad
y la muerte e incluso a la consumación en el martirio.
El
cansancio de los sacerdotes... ¿Sabéis cuántas veces pienso en
esto: en el cansancio de todos vosotros? Pienso mucho y ruego a
menudo, especialmente cuando el cansado soy yo. Rezo por los que
trabajais en medio del pueblo fiel de Dios que les fue confiado, y
muchos en lugares muy abandonados y peligrosos. Y nuestro cansancio,
queridos sacerdotes, es como el incienso que sube silenciosamente al
cielo.Nuestro cansancio va directo al corazón del Padre.
Estén
seguros que la Virgen María se da cuenta de este cansancio y se lo
hace notar enseguida al Señor. Ella, como Madre, sabe comprender
cuándo sus hijos están cansados y no se fija en nada más.
''Bienvenido. Descansa, hijo mío. Después hablaremos... ¿No estoy
yo aquí, que soy tu Madre?'', nos dirá siempre que nos acerquemos a
Ella . Y a su Hijo le dirá, como en Caná: ''No tienen vino''.
Sucede
también que, cuando sentimos el peso del trabajo pastoral, nos puede
venir la tentación de descansar de cualquier manera, como si el
descanso no fuera una cosa de Dios. No caigamos en esta tentación.
Nuestra fatiga es preciosa a los ojos de Jesús, que nos acoge y nos
pone de pie: ''Venid a mí cuando estéis cansados y agobiados, que
yo os aliviaré'' . Cuando uno sabe que, muerto de cansancio, puede
postrarse en adoración, decir: ''Basta por hoy, Señor'', y
claudicar ante el Padre; uno sabe también que no se hunde sino que
se renueva porque, al que ha ungido con óleo de alegría al pueblo
fiel de Dios, el Señor también lo unge, ''le cambia su ceniza en
diadema, sus lágrimas en aceite perfumado de alegría, su
abatimiento en cánticos''.
Tengamos
bien presente que una clave de la fecundidad sacerdotal está en el
modo como descansamos y en cómo sentimos que el Señor trata nuestro
cansancio. ¡Qué difícil es aprender a descansar! En esto se juega
nuestra confianza y nuestro recordar que también somos ovejas.
Pueden ayudarnos algunas preguntas a este respecto.
¿Sé
descansar recibiendo el amor, la gratitud y todo el cariño que me da
el pueblo fiel de Dios? O, luego del trabajo pastoral, ¿busco
descansos más refinados, no los de los pobres sino los que ofrece el
mundo del consumo? ¿El Espíritu Santo es verdaderamente para mí
''descanso en el trabajo'' o sólo aquel que me da trabajo? ¿Sé
pedir ayuda a algún sacerdote sabio? ¿Sé descansar de mí mismo,
de mi auto-exigencia, de mi auto-complacencia, de mi
auto-referencialidad? ¿Sé conversar con Jesús, con el Padre, con
la Virgen y San José, con mis santos protectores amigos para
reposarme en sus exigencias -que son suaves y ligeras-, en sus
complacencias -a ellos les agrada estar en mi compañía-, en sus
intereses y referencias -a ellos sólo les interesa la mayor gloria
de Dios-? ¿Sé descansar de mis enemigos bajo la protección del
Señor? ¿Argumento y maquino yo solo, rumiando una y otra vez mi
defensa, o me confío al Espíritu que me enseña lo que tengo que
decir en cada ocasión? ¿Me preocupo y me angustio excesivamente o,
como Pablo, encuentro descanso diciendo: ''Sé en Quién me he
confiado''?.
Repasemos
un momento las tareas de los sacerdotes que hoy nos proclama la
liturgia: llevar a los pobres la Buena Nueva, anunciar la liberación
a los cautivos y la curación a los ciegos, dar libertad a los
oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor. E Isaías agrega:
curar a los de corazón quebrantado y consolar a los afligidos.
No
son tareas fáciles, exteriores, como por ejemplo el manejo de cosas
-construir un nuevo salón parroquial, o delinear una cancha de
fútbol para los jóvenes del Oratorio... -; las tareas mencionadas
por Jesús implican nuestra capacidad de compasión, son tareas en
las que nuestro corazón es ''movido'' y conmovido. Nos alegramos con
los novios que se casan, reímos con el bebé que traen a bautizar;
acompañamos a los jóvenes que se preparan para el matrimonio y a
las familias; nos apenamos con el que recibe la unción en la cama
del hospital, lloramos con los que entierran a un ser querido...
Tantas emociones, tanto afecto, fatigan el corazón del Pastor. Para
nosotros sacerdotes las historias de nuestra gente no son un
noticiero: nosotros conocemos a nuestro pueblo, podemos adivinar lo
que les está pasando en su corazón; y el nuestro, al compadecernos
(al padecer con ellos), se nos va deshilachando, se nos parte en mil
pedacitos, y es conmovido y hasta parece comido por la gente:
''Tomad, comed''. Esa es la palabra que musita constantemente el
sacerdote de Jesús cuando va atendiendo a su pueblo fiel: ''Tomad y
comed, tomad y bebed...''. Y así nuestra vida sacerdotal se va
entregando en el servicio, en la cercanía al pueblo fiel de Dios...
que siempre cansa.
Quisiera
ahora compartir con vosotros algunos cansancios en los que he
meditado. Está el que podemos llamar ''el cansancio de la gente, de
las multitudes'': para el Señor, como para nosotros, era agotador
-lo dice el evangelio-, pero es cansancio del bueno, cansancio lleno
de frutos y de alegría. La gente que lo seguía, las familias que le
traían sus niños para que los bendijera, los que habían sido
curados, que venían con sus amigos, los jóvenes que se
entusiasmaban con el Rabí..., no le dejaban tiempo ni para comer.
Pero el Señor no se hastiaba de estar con la gente. Al contrario,
parecía que se renovaba. Este cansancio en medio de nuestra
actividad suele ser una gracia que está al alcance de la mano de
todos nosotros, sacerdote. iQué bueno es esto: la gente ama, quiere
y necesita a sus pastores! El pueblo fiel no nos deja sin tarea
directa, salvo que uno se esconda en una oficina o ande por la ciudad
en un auto con vidrios polarizados. Y este cansancio es bueno, es
sano. Es el cansancio del sacerdote con olor a oveja..., pero con
sonrisa de papá que contempla a sus hijos o a sus nietos pequeños.
Nada que ver con esos que huelen a perfume caro y te miran de lejos y
desde arriba. Somos los amigos del Novio, esa es nuestra alegría. Si
Jesús está pastoreando en medio de nosotros, no podemos ser
pastores con cara de vinagre, quejosos ni, lo que es peor, pastores
aburridos. Olor a oveja y sonrisa de padres... Sí, bien cansados,
pero con la alegría de los que escuchan a su Señor decir: ''Venid a
mí, benditos de mi Padre''.
También
se da lo que podemos llamar ''el cansancio de los enemigos''. El
demonio y sus secuaces no duermen y, como sus oídos no soportan la
Palabra, trabajan incansablemente para acallada o tergiversarla. Aquí
el cansancio de enfrentarlos es más arduo. No sólo se trata de
hacer el bien, con toda la fatiga que conlleva, sino que hay que
defender al rebaño y defenderse uno mismo contra el mal. El maligno
es más astuto que nosotros y es capaz de tirar abajo en un momento
lo que construimos con paciencia durante largo tiempo. Aquí
necesitamos pedir la gracia de aprender a neutralizar: neutralizar el
mal, no arrancar la cizaña, no pretender defender como superhombres
lo que sólo el Señor tiene que defender. Todo esto ayuda a no bajar
los brazos ante la espesura de la iniquidad, ante la burla de los
malvados. La palabra del Señor para estas situaciones de cansancio
es: ''No temáis, yo he vencido al mundo''.
Y
por último -para que esta homilia no os canse- está también ''el
cansancio de uno mismo'' . Es quizás el más peligroso. Porque los
otros dos provienen de estar expuestos, de salir de nosotros mismos a
ungir y a pelear (somos los que cuidamos). Este cansancio, en cambio,
es más auto-referencial; es la desilusión de uno mismo pero no
mirada de frente, con la serena alegría del que se descubre pecador
y necesitado de perdón: este pide ayuda y va adelante. Se trata del
cansancio que da el ''querer y no querer'', el haberse jugado todo y
después añorar los ajos y las cebollas de Egipto, el jugar con la
ilusión de ser otra cosa. A este cansancio, me gusta llamarlo
''coquetear con la mundanidad espiritual''. Y, cuando uno se queda
solo, se da cuenta de que grandes sectores de la vida quedaron
impregnados por esta mundanidad y hasta nos da la impresión de que
ningún baño la puede limpiar. Aquí sí puede haber cansancio malo.
La palabra del Apocalipsis nos indica la causa de este cansancio:
''Has sufrido, has sido perseverante, has trabajado arduamente por
amor de mi nombre y no has desmayado. Pero tengo contra ti que has
dejado tu primer amor'' . Sólo el amor descansa. Lo que no se ama
cansa y, a la larga, cansa mal.
La
imagen más honda y misteriosa de cómo trata el Señor nuestro
cansancio pastoral es aquella del que ''habiendo amado a los suyos,
los amó hasta el extremo'': la escena del lavatorio de los pies. Me
gusta contemplarla como el lavatorio del seguimiento. El Señor
purifica el seguimiento mismo, él se ''involucra'' con nosotros se
encarga en persona de limpiar toda mancha, ese mundano smog untuoso
que se nos pegó en el camino que hemos hecho en su nombre.
Sabemos
que en los pies se puede ver cómo anda todo nuestro cuerpo. En el
modo de seguir al Señor se expresa cómo anda nuestro corazón. Las
llagas de los pies, las torceduras y el cansancio son signo de cómo
lo hemos seguido, por qué caminos nos metimos buscando a sus ovejas
perdidas, tratando de llevar el rebaño a las verdes praderas y a las
fuentes tranquilas. El Señor nos lava y purifica de todo lo que se
ha acumulado en nuestros pies por seguirlo. Eso es sagrado. No
permite que quede manchado. Así como las heridas de guerra él las
besa, la suciedad del trabajo él la lava.
El
seguimiento de Jesús es lavado por el mismo Señor para que nos
sintamos con derecho a estar ''alegres'', ''plenos'', ''sin temores
ni culpas'' y nos animemos así a salir e ir ''hasta los confines del
mundo, a todas las periferias'', a llevar esta buena noticia a los
más abandonados, sabiendo que él está con nosotros, todos los
días, hasta el fin del mundo. Y sepamos aprender a estar cansados,
pero ibien cansados!''.
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