Ciudad
del Vaticano, 24 septiembre 2013
(VIS).-El primer mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial
del Emigrante y el Refugiado, que se celebrará el 19 de enero de
2014 se titula: “Emigrantes y refugiados: hacia un mundo mejor”;
un tema inspirado en la esperanza de todas las personas de un futuro
mejor en un momento histórico en que los flujos migratorios
constituyen el movimiento más grande de personas, incluso de
pueblos, de todos los tiempos. Publicamos a continuación el texto
integral del mensaje, fechado el 5 de agosto de 2013:
“Nuestras
sociedades están experimentando, como nunca antes había sucedido en
la historia, procesos de mutua interdependencia e interacción a
nivel global, que, si bien es verdad que comportan elementos
problemáticos o negativos, tienen el objetivo de mejorar las
condiciones de vida de la familia humana, no sólo en el aspecto
económico, sino también en el político y cultural. Toda persona
pertenece a la humanidad y comparte con la entera familia de los
pueblos la esperanza de un futuro mejor. De esta constatación nace
el tema que he elegido para la Jornada Mundial del Emigrante y del
Refugiado de este año: Emigrantes y refugiados: hacia un mundo
mejor.
Entre
los resultados de los cambios modernos, el creciente fenómeno de la
movilidad humana emerge como un “signo de los tiempos”; así lo
ha definido el Papa Benedicto XVI . Si, por un lado, las migraciones
ponen de manifiesto frecuentemente las carencias y lagunas de los
estados y de la comunidad internacional, por otro, revelan también
las aspiraciones de la humanidad de vivir la unidad en el respeto de
las diferencias, la acogida y la hospitalidad que hacen posible la
equitativa distribución de los bienes de la tierra, la tutela y la
promoción de la dignidad y la centralidad de todo ser humano.
Desde
el punto de vista cristiano, también en los fenómenos migratorios,
al igual que en otras realidades humanas, se verifica la tensión
entre la belleza de la creación, marcada por la gracia y la
redención, y el misterio del pecado. El rechazo, la discriminación
y el tráfico de la explotación, el dolor y la muerte se contraponen
a la solidaridad y la acogida, a los gestos de fraternidad y de
comprensión. Despiertan una gran preocupación sobre todo las
situaciones en las que la migración no es sólo forzada, sino que se
realiza incluso a través de varias modalidades de trata de personas
y de reducción a la esclavitud. El “trabajo esclavo” es hoy
moneda corriente. Sin embargo, y a pesar de los problemas, los
riesgos y las dificultades que se deben afrontar, lo que anima a
tantos emigrantes y refugiados es el binomio confianza y esperanza;
ellos llevan en el corazón el deseo de un futuro mejor, no sólo
para ellos, sino también para sus familias y personas queridas.
¿Qué
supone la creación de un “mundo mejor”? Esta expresión no alude
ingenuamente a concepciones abstractas o a realidades inalcanzables,
sino que orienta más bien a buscar un desarrollo auténtico e
integral, a trabajar para que haya condiciones de vida dignas para
todos, para que sea respetada, custodiada y cultivada la creación
que Dios nos ha entregado. El venerable Pablo VI describía con estas
palabras las aspiraciones de los hombres de hoy: "Verse libres
de la miseria, hallar con más seguridad la propia subsistencia, la
salud, una ocupación estable; participar todavía más en las
responsabilidades, fuera de toda opresión y al abrigo de situaciones
que ofenden su dignidad de hombres; ser más instruidos; en una
palabra, hacer, conocer y tener más para ser más" .
Nuestro
corazón desea “algo más”, que no es simplemente un conocer más
o tener más, sino que es sobre todo un ser más. No se puede reducir
el desarrollo al mero crecimiento económico, obtenido con frecuencia
sin tener en cuenta a las personas más débiles e indefensas. El
mundo sólo puede mejorar si la atención primaria está dirigida a
la persona, si la promoción de la persona es integral, en todas sus
dimensiones, incluida la espiritual; si no se abandona a nadie,
comprendidos los pobres, los enfermos, los presos, los necesitados,
los forasteros; si somos capaces de pasar de una cultura del rechazo
a una cultura del encuentro y de la acogida.
Emigrantes
y refugiados no son peones sobre el tablero de la humanidad. Se trata
de niños, mujeres y hombres que abandonan o son obligados a
abandonar sus casas por muchas razones, que comparten el mismo deseo
legítimo de conocer, de tener, pero sobre todo de ser “algo más”.
Es impresionante el número de personas que emigra de un continente a
otro, así como de aquellos que se desplazan dentro de sus propios
países y de las propias zonas geográficas. Los flujos migratorios
contemporáneos constituyen el más vasto movimiento de personas,
incluso de pueblos, de todos los tiempos. La Iglesia, en camino con
los emigrantes y los refugiados, se compromete a comprender las
causas de las migraciones, pero también a trabajar para superar sus
efectos negativos y valorizar los positivos en las comunidades de
origen, tránsito y destino de los movimientos migratorios.
Al
mismo tiempo que animamos el progreso hacia un mundo mejor, no
podemos dejar de denunciar por desgracia el escándalo de la pobreza
en sus diversas dimensiones. Violencia, explotación, discriminación,
marginación, planteamientos restrictivos de las libertades
fundamentales, tanto de los individuos como de los colectivos, son
algunos de los principales elementos de pobreza que se deben superar.
Precisamente estos aspectos caracterizan muchas veces los movimientos
migratorios, unen migración y pobreza. Para huir de situaciones de
miseria o de persecución, buscando mejores posibilidades o salvar su
vida, millones de personas comienzan un viaje migratorio y, mientras
esperan cumplir sus expectativas, encuentran frecuentemente
desconfianza, cerrazón y exclusión, y son golpeados por otras
desventuras, con frecuencia muy graves y que hieren su dignidad
humana.
La
realidad de las migraciones, con las dimensiones que alcanza en
nuestra época de globalización, pide ser afrontada y gestionada de
un modo nuevo, equitativo y eficaz, que exige en primer lugar una
cooperación internacional y un espíritu de profunda solidaridad y
compasión. Es importante la colaboración a varios niveles, con la
adopción, por parte de todos, de los instrumentos normativos que
tutelen y promuevan a la persona humana. El Papa Benedicto XVI trazó
las coordenadas afirmando que: "Esta política hay que
desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración entre los
países de procedencia y de destino de los emigrantes; ha de ir
acompañada de adecuadas normativas internacionales capaces de
armonizar los diversos ordenamientos legislativos, con vistas a
salvaguardar las exigencias y los derechos de las personas y de las
familias emigrantes, así como las de las sociedades de destino".
Trabajar juntos por un mundo mejor exige la ayuda recíproca entre
los países, con disponibilidad y confianza, sin levantar barreras
infranqueables. Una buena sinergia animará a los gobernantes a
afrontar los desequilibrios socioeconómicos y la globalización sin
reglas, que están entre las causas de las migraciones, en las que
las personas no son tanto protagonistas como víctimas. Ningún país
puede afrontar por sí solo las dificultades unidas a este fenómeno
que, siendo tan amplio, afecta en este momento a todos los
continentes en el doble movimiento de inmigración y emigración.
Es
importante subrayar además cómo esta colaboración comienza ya con
el esfuerzo que cada país debería hacer para crear mejores
condiciones económicas y sociales en su patria, de modo que la
emigración no sea la única opción para quien busca paz, justicia,
seguridad y pleno respeto de la dignidad humana. Crear oportunidades
de trabajo en las economías locales, evitará también la separación
de las familias y garantizará condiciones de estabilidad y serenidad
para los individuos y las colectividades.
Por
último, mirando a la realidad de los emigrantes y refugiados,
quisiera subrayar un tercer elemento en la construcción de un mundo
mejor, y es el de la superación de los prejuicios y preconcepciones
en la evaluación de las migraciones. De hecho, la llegada de
emigrantes, de prófugos, de los que piden asilo o de refugiados,
suscita en las poblaciones locales con frecuencia sospechas y
hostilidad. Nace el miedo de que se produzcan convulsiones en la paz
social, que se corra el riesgo de perder la identidad o cultura, que
se alimente la competencia en el mercado laboral o, incluso, que se
introduzcan nuevos factores de criminalidad. Los medios de
comunicación social, en este campo, tienen un papel de gran
responsabilidad: a ellos compete, en efecto, desenmascarar
estereotipos y ofrecer informaciones correctas, en las que habrá que
denunciar los errores de algunos, pero también describir la
honestidad, rectitud y grandeza de ánimo de la mayoría. En esto se
necesita por parte de todos un cambio de actitud hacia los
inmigrantes y los refugiados, el paso de una actitud defensiva y
recelosa, de desinterés o de marginación –que, al final,
corresponde a la “cultura del rechazo”- a una actitud que ponga
como fundamento la “cultura del encuentro”, la única capaz de
construir un mundo más justo y fraterno, un mundo mejor. También
los medios de comunicación están llamados a entrar en esta
“conversión de las actitudes” y a favorecer este cambio de
comportamiento hacia los emigrantes y refugiados.
Pienso
también en cómo la Sagrada Familia de Nazaret ha tenido que vivir
la experiencia del rechazo al inicio de su camino: María "dio a
luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en
un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada" Es
más, Jesús, María y José han experimentado lo que significa dejar
su propia tierra y ser emigrantes: amenazados por el poder de
Herodes, fueron obligados a huir y a refugiarse en Egipto . Pero el
corazón materno de María y el corazón atento de José, Custodio de
la Sagrada Familia, han conservado siempre la confianza en que Dios
nunca les abandonará. Que por su intercesión, esta misma certeza
esté siempre firme en el corazón del emigrante y el refugiado.
La
Iglesia, respondiendo al mandato de Cristo "Id y haced
discípulos a todos los pueblos", está llamada a ser el Pueblo
de Dios que abraza a todos los pueblos, y lleva a todos los pueblos
el anuncio del Evangelio, porque en el rostro de cada persona está
impreso el rostro de Cristo. Aquí se encuentra la raíz más
profunda de la dignidad del ser humano, que debe ser respetada y
tutelada siempre. El fundamento de la dignidad de la persona no está
en los criterios de eficiencia, de productividad, de clase social, de
pertenencia a una etnia o grupo religioso, sino en el ser creados a
imagen y semejanza de Dios y, más aún, en el ser hijos de Dios;
cada ser humano es hijo de Dios. En él está impresa la imagen de
Cristo. Se trata, entonces, de que nosotros seamos los primeros en
verlo y así podamos ayudar a los otros a ver en el emigrante y en el
refugiado no sólo un problema que debe ser afrontado, sino un
hermano y una hermana que deben ser acogidos, respetados y amados,
una ocasión que la Providencia nos ofrece para contribuir a la
construcción de una sociedad más justa, una democracia más plena,
un país más solidario, un mundo más fraterno y una comunidad
cristiana más abierta, de acuerdo con el Evangelio. Las migraciones
pueden dar lugar a posibilidades de nueva evangelización, a abrir
espacios para que crezca una nueva humanidad, preanunciada en el
misterio pascual, una humanidad para la cual cada tierra extranjera
es patria y cada patria es tierra extranjera.
Queridos
emigrantes y refugiados. No perdáis la esperanza de que también
para vosotros está reservado un futuro más seguro, que en vuestras
sendas podáis encontrar una mano tendida, que podáis experimentar
la solidaridad fraterna y el calor de la amistad. A todos vosotros y
a aquellos que gastan sus vidas y sus energías a vuestro lado os
aseguro mi oración y os imparto de corazón la Bendición
Apostólica”.