Ciudad
del Vaticano, 29 octubre 2012
(VIS).-”Migraciones: peregrinación de fe y esperanza” es el tema
elegido por el Santo Padre la Jornada Mundial del Emigrante y del
Refugiado que se celebra todos los años el 13 de enero. El texto,
que ofrecemos a continuación, esta fechado en el Vaticano el 12 de
octubre de 2012.
“El
Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución pastoral Gaudium
et spes, ha recordado que “la Iglesia avanza juntamente con toda la
humanidad” (n. 40), por lo cual «los gozos y las esperanzas, las
tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre
todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y
esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada
hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”
(ibíd., 1). Se hicieron eco de esta declaración el Siervo de Dios
Pablo VI, que llamó a la Iglesia “experta en humanidad” (Enc.
Populorum progressio, 13), y el Beato Juan Pablo II, quien afirmó
que la persona humana es “el primer camino que la Iglesia debe
recorrer en el cumplimiento de su misión..., camino trazado por
Cristo mismo” (Enc. Centesimus annus, 53). En mi Encíclica Caritas
in veritate he querido precisar, siguiendo a mis predecesores, que
“toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y
actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo integral del
hombre” (n. 11), refiriéndome también a los millones de hombres y
mujeres que, por motivos diversos, viven la experiencia de la
migración. En efecto, los flujos migratorios son «un fenómeno que
impresiona por sus grandes dimensiones, por los problemas sociales,
económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita, y por
los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales y
a la comunidad internacional” (ibíd., 62), ya que «todo emigrante
es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos
fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en
cualquier situación”(ibid).”
“En
este contexto, he querido dedicar la Jornada Mundial del Emigrante y
del Refugiado 2013 al tema “Migraciones: peregrinación de fe y
esperanza”, en concomitancia con las celebraciones del 50
aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II y de
los 60 años de la promulgación de la Constitución apostólica
Exsul familia, al mismo tiempo que toda la Iglesia está comprometida
en vivir el Año de la fe, acogiendo con entusiasmo el desafío de la
nueva evangelización”,
“En
efecto, fe y esperanza forman un binomio inseparable en el corazón
de muchísimos emigrantes, puesto que en ellos anida el anhelo de una
vida mejor, a lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer
dejar atrás la «desesperación» de un futuro imposible de
construir. Al mismo tiempo, el viaje de muchos está animado por la
profunda confianza de que Dios no abandona a sus criaturas y este
consuelo hace que sean más soportables las heridas del desarraigo y
la separación, tal vez con la oculta esperanza de un futuro regreso
a la tierra de origen. Fe y esperanza, por lo tanto, conforman a
menudo el equipaje de aquellos que emigran, conscientes de que con
ellas “podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea
un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una
meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan
grande que justifique el esfuerzo del camino” (Enc. Spe salvi, 1).”
“En
el vasto campo de las migraciones, la solicitud maternal de la
Iglesia se realiza en diversas directrices. Por una parte, la que
contempla las migraciones bajo el perfil dominante de la pobreza y de
los sufrimientos, que con frecuencia produce dramas y tragedias. Aquí
se concretan las operaciones de auxilio para resolver las numerosas
emergencias, con generosa dedicación de grupos e individuos,
asociaciones de voluntariado y movimientos, organizaciones
parroquiales y diocesanas, en colaboración con todas las personas de
buena voluntad. Pero, por otra parte, la Iglesia no deja de poner de
manifiesto los aspectos positivos, las buenas posibilidades y los
recursos que comportan las migraciones. Es aquí donde se incluyen
las acciones de acogida que favorecen y acompañan una inserción
integral de los emigrantes, solicitantes de asilo y refugiados en el
nuevo contexto socio-cultural, sin olvidar la dimensión religiosa,
esencial para la vida de cada persona. La Iglesia, por su misión
confiada por el mismo Cristo, está llamada a prestar especial
atención y cuidado a esta dimensión precisamente: ésta es su tarea
más importante y específica. Por lo que concierne a los fieles
cristianos provenientes de diversas zonas del mundo, el cuidado de la
dimensión religiosa incluye también el diálogo ecuménico y la
atención de las nuevas comunidades, mientras que por lo que se
refiere a los fieles católicos se expresa, entre otras cosas,
mediante la creación de nuevas estructuras pastorales y la
valorización de los diversos ritos, hasta la plena participación en
la vida de la comunidad eclesial local. La promoción humana está
unida a la comunión espiritual, que abre el camino “a una
auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del
mundo” (Carta ap. Porta fidei, 6). La Iglesia ofrece siempre un don
precioso cuando lleva al encuentro con Cristo que abre a una
esperanza estable y fiable”.
“Con
respecto a los emigrantes y refugiados, la Iglesia y las diversas
realidades que en ella se inspiran están llamadas a evitar el riesgo
del mero asistencialismo, para favorecer la auténtica integración,
en una sociedad donde todos y cada uno sean miembros activos y
responsables del bienestar del otro, asegurando con generosidad
aportaciones originales, con pleno derecho de ciudadanía y de
participación en los mismos derechos y deberes. Aquellos que emigran
llevan consigo sentimientos de confianza y de esperanza que animan y
confortan en la búsqueda de mejores oportunidades de vida. Sin
embargo, no buscan solamente una mejora de su condición económica,
social o política. Es cierto que el viaje migratorio a menudo tiene
su origen en el miedo, especialmente cuando las persecuciones y la
violencia obligan a huir, con el trauma del abandono de los
familiares y de los bienes que, en cierta medida, aseguraban la
supervivencia. Sin embargo, el sufrimiento, la enorme pérdida y, a
veces, una sensación de alienación frente a un futuro incierto no
destruyen el sueño de reconstruir, con esperanza y valentía, la
vida en un país extranjero. En verdad, los que emigran alimentan la
esperanza de encontrar acogida, de obtener ayuda solidaria y de estar
en contacto con personas que, comprendiendo las fatigas y la tragedia
de su prójimo, y también reconociendo los valores y los recursos
que aportan, estén dispuestos a compartir humanidad y recursos
materiales con quien está necesitado y desfavorecido. Debemos
reiterar, en efecto, que “la solidaridad universal, que es un hecho
y un beneficio para todos, es también un deber” (Enc. Caritas in
veritate, 43). Emigrantes y refugiados, junto a las dificultades,
pueden experimentar también relaciones nuevas y acogedoras, que les
alienten a contribuir al bienestar de los países de acogida con sus
habilidades profesionales, su patrimonio socio-cultural y también, a
menudo, con su testimonio de fe, que estimula a las comunidades de
antigua tradición cristiana, anima a encontrar a Cristo e invita a
conocer la Iglesia”.
“Es
cierto que cada Estado tiene el derecho de regular los flujos
migratorios y adoptar medidas políticas dictadas por las exigencias
generales del bien común, pero siempre garantizando el respeto de la
dignidad de toda persona humana. El derecho de la persona a emigrar -
como recuerda la Constitución conciliar Gaudium et spes en el n. 65
- es uno de los derechos humanos fundamentales, facultando a cada uno
a establecerse donde considere más oportuno para una mejor
realización de sus capacidades y aspiraciones y de sus proyectos.
Sin embargo, en el actual contexto socio-político, antes incluso que
el derecho a emigrar, hay que reafirmar el derecho a no emigrar, es
decir, a tener las condiciones para permanecer en la propia tierra,
repitiendo con el Beato Juan Pablo II que «es un derecho primario
del hombre vivir en su propia patria. Sin embargo, este derecho es
efectivo sólo si se tienen constantemente bajo control los factores
que impulsan a la emigración» (Discurso al IV Congreso mundial de
las Migraciones, 1998). En efecto, actualmente vemos que muchas
migraciones son el resultado de la precariedad económica, de la
falta de bienes básicos, de desastres naturales, de guerras y de
desórdenes sociales. En lugar de una peregrinación animada por la
confianza, la fe y la esperanza, emigrar se convierte entonces en un
“calvario” para la supervivencia, donde hombres y mujeres
aparecen más como víctimas que como protagonistas y responsables de
su migración. Así, mientras que hay emigrantes que alcanzan una
buena posición y viven con dignidad, con una adecuada integración
en el ámbito de acogida, son muchos los que viven en condiciones de
marginalidad y, a veces, de explotación y privación de los derechos
humanos fundamentales, o que adoptan conductas perjudiciales para la
sociedad en la que viven. El camino de la integración incluye
derechos y deberes, atención y cuidado a los emigrantes para que
tengan una vida digna, pero también atención por parte de los
emigrantes hacia los valores que ofrece la sociedad en la que se
insertan”.
“En
este sentido, no podemos olvidar la cuestión de la inmigración
irregular, un asunto más acuciante en los casos en que se configura
como tráfico y explotación de personas, con mayor riesgo para
mujeres y niños. Estos crímenes han de ser decididamente condenados
y castigados, mientras que una gestión regulada de los flujos
migratorios, que no se reduzca al cierre hermético de las fronteras,
al endurecimiento de las sanciones contra los irregulares y a la
adopción de medidas que desalienten nuevos ingresos, podría al
menos limitar para muchos emigrantes los peligros de caer víctimas
del mencionado tráfico. En efecto, son muy necesarias intervenciones
orgánicas y multilaterales en favor del desarrollo de los países de
origen, medidas eficaces para erradicar la trata de personas,
programas orgánicos de flujos de entrada legal, mayor disposición a
considerar los casos individuales que requieran protección
humanitaria además de asilo político. A las normativas adecuadas se
debe asociar un paciente y constante trabajo de formación de la
mentalidad y de las conciencias. En todo esto, es importante
fortalecer y desarrollar las relaciones de entendimiento y de
cooperación entre las realidades eclesiales e institucionales que
están al servicio del desarrollo integral de la persona humana.
Desde la óptica cristiana, el compromiso social y humanitario halla
su fuerza en la fidelidad al Evangelio, siendo conscientes de que “el
que sigue a Cristo, Hombre perfecto, se perfecciona cada vez más en
su propia dignidad de hombre” (Gaudium et spes, 41)”.
“Queridos
hermanos emigrantes, que esta Jornada Mundial os ayude a renovar la
confianza y la esperanza en el Señor que está siempre junto a
nosotros. No perdáis la oportunidad de encontrarlo y reconocer su
rostro en los gestos de bondad que recibís en vuestra peregrinación
migratoria. Alegraos porque el Señor está cerca de vosotros y, con
Él, podréis superar obstáculos y dificultades, aprovechando los
testimonios de apertura y acogida que muchos os ofrecen. De hecho,
“la vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo
oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que
nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las
personas que han sabido vivir rectamente. Ellas son luces de
esperanza. Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol
que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar
hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz
reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para
nuestra travesía” (Enc. Spe salvi, 49)”.
Encomiendo
a cada uno de vosotros a la Bienaventurada Virgen María, signo de
segura esperanza y de consolación, “estrella del camino”, que
con su maternal presencia está cerca de nosotros cada momento de la
vida, y a todos imparto con afecto la Bendición Apostólica”.
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