Ciudad
del Vaticano, 16 octubre 2015
(VIS).- Publicamos a continuación el mensaje que el Santo Padre ha
enviado a José Graziano da Silva, director general de la FAO
(Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la
Agricultura), con motivo de la Jornada Mundial de la Alimentación,
que este año lleva por lema ''Protección social y agricultura para
romper el ciclo de la pobreza rural''.
Esta
jornada en la que se celebra el septuagésimo aniversario de la
fundación de la FAO, pone en un primer plano a tantos hermanos
nuestros que, no obstante los esfuerzos realizados, pasan hambre y
malnutrición, sobre todo por la distribución inicua de los frutos
de la tierra, pero también por la falta de desarrollo agrícola.
Vivimos en una época donde la búsqueda afanosa del beneficio, la
concentración en intereses particulares y los efectos de políticas
injustas frenan iniciativas nacionales o impiden una cooperación
eficaz en el seno de la comunidad internacional. En este sentido,
queda mucho por hacer por lo que se refiere a la seguridad
alimentaria, que se divisa aún como una meta lejana para muchos.
Este doloroso escenario, Señor Director General, está reclamando
con urgencia que se retome la inspiración que condujo al nacimiento
de esta Organización y nos compromete a buscar los medios necesarios
para librar a la humanidad del hambre y promover una actividad
agrícola capaz de satisfacer las necesidades reales de las diversas
áreas del planeta.
Se
trata ciertamente de un objetivo ambicioso, pero improrrogable, que
se debe perseguir con renovada voluntad en un mundo donde aumentan
las diferencias en los niveles de bienestar, ingresos, consumos,
acceso a la asistencia sanitaria, educación y por lo que concierne a
una mayor esperanza de vida. Somos testigos, a menudo mudos y
paralizados, de situaciones que no se pueden vincular exclusivamente
a fenómenos económicos, porque cada vez más la desigualdad es el
resultado de esa cultura que descarta y excluye a muchos de nuestros
hermanos y hermanas de la vida social, que no tiene en cuenta sus
capacidades, llegando incluso a considerar superflua su contribución
a la vida de la familia humana.
El
tema elegido para la Jornada Mundial de la Alimentación de este año:
Protección social y agricultura para romper el ciclo de la pobreza
rural, es importante. Un problema que pone de relieve la
responsabilidad hacia los dos tercios de la población mundial que
carece de protección social, incluso mínima. Un dato aún más
alarmante por el hecho de que la mayoría de esas personas viven en
las zonas más desfavorecidas de aquellos países donde ser pobre es
una realidad olvidada y la única fuente de supervivencia está
ligada a una escasa producción agrícola, a la pesca artesanal o a
la cría de ganado en pequeña escala. En efecto, la carencia de
protección social afecta sobre todo a los pequeños agricultores,
ganaderos, pescadores y agentes forestales, obligados a vivir
precariamente, porque el fruto de su trabajo depende con frecuencia
de condicionamientos naturales, que a menudo escapan de su control, y
a la falta de medios para enfrentar las malas cosechas o para obtener
las herramientas técnicas necesarias.
Paradójicamente,
además, incluso cuando la producción es abundante, se encuentran
con serias dificultades para el transporte, la comercialización y el
almacenamiento de los frutos de su trabajo.
Durante
los viajes y las visitas pastorales, he tenido numerosas
oportunidades de escuchar a estas personas expresar sus penosas
dificultades, y es natural que yo me haga portavoz de las arduas
preocupaciones que me han confiado. Su vulnerabilidad, en efecto,
tiene repercusiones muy gravosas en su vida personal y familiar, ya
abrumada por el peso de tantas contrariedades o por jornadas
agotadoras y sin límite de tiempo, como no sucede en tantas otras
categorías de trabajadores.
Las
condiciones de las personas hambrientas y malnutridas pone de
manifiesto que no es suficiente ni podemos contentarnos con un
llamado general a la cooperación o al bien común. Tal vez la
pregunta sea otra: ¿Es aún posible concebir una sociedad en la que
los recursos queden en manos de unos pocos y los menos favorecidos se
vean obligados a recoger sólo las migajas?
La
respuesta no puede limitarse a buenas intenciones y propósitos,
radica más bien en ''la paz social, es decir, la estabilidad y
seguridad de un cierto orden, que no se produce sin una atención
particular a la justicia distributiva, cuya violación siempre genera
violencia''. En efecto, para las personas y las comunidades, la falta
de protección social es un factor negativo en sí mismo y no puede
restringirse sólo a las posibles amenazas para el orden público,
puesto que la desigualdad afecta a los elementos fundamentales del
bienestar individual y colectivo, como, por ejemplo, la salud, la
educación, la calidad de vida, la participación en los procesos de
decisión.
Pienso
en los más desfavorecidos, en aquellos que, por la falta de
protección social, sufren las nocivas consecuencias de una crisis
económica persistente o de fenómenos relacionados con la corrupción
y el mal gobierno, además de padecer los cambios climáticos que
afectan a su seguridad alimentaria. Son personas, no números, y
reclaman que las apoyemos, para poder mirar el futuro con un mínimo
de esperanza. Piden a los gobiernos y a las instituciones
internacionales que actúen cuanto antes, haciendo todo lo posible,
aquello que dependa de su responsabilidad.
Tener
en cuenta los derechos de los hambrientos y acoger sus aspiraciones
significa ante todo una solidaridad transformada en gestos tangibles,
que requiere compartir y no sólo una mejor gestión de los riesgos
sociales y económicos o una ayuda puntual con motivo de catástrofes
y crisis ambientales. Es esto lo que se pide a la FAO, a sus
decisiones y a las iniciativas y programas concretos que se lleven a
cabo en los distintos lugares.
Esta
perspectiva antropológica, sin embargo, muestra que la protección
social no puede limitarse al incremento de los beneficios, o quedar
reducida a la mera idea de invertir en medios para mejorar la
productividad agrícola y la promoción de un justo desarrollo
económico. Se debe concretizar en ese ''amor social'' que es la
clave de un auténtico desarrollo. Si se considera en su componente
esencialmente humana, la protección social podrá aumentar en los
más desfavorecidos su capacidad de resiliencia, de asumir y
sobreponerse a las dificultades y contratiempos, y a todos hará
comprender el justo sentido del uso sostenible de los recursos
naturales y del pleno respeto de la casa común.
Pienso,
en particular, en la función que la protección social puede
desarrollar para favorecer la familia, en cuyo seno sus miembros
aprenden desde el inicio lo que significa compartir, ayudarse
recíprocamente, protegerse los unos a los otros. Garantizar la vida
familiar significa promover el crecimiento económico de la mujer,
consolidando así su papel en la sociedad, como también apoyar el
cuidado de los ancianos y permitir a los jóvenes continuar su
formación escolar y profesional, para que accedan bien capacitados
al mundo laboral.
La
Iglesia no tiene la misión de tratar directamente estos problemas
desde el punto de vista técnico. Sin embargo, los aspectos humanos
de estas situaciones no la dejan indiferente. La creación y los
frutos de la tierra son dones de Dios concedidos a todos los seres
humanos, que son al mismo tiempo custodios y beneficiarios. Por ello
han de ser compartidos justamente por todos. Esto exige una firme
voluntad para afrontar las injusticias que nos encontramos cada día,
en particular las más graves, las que ofenden la dignidad humana y
afectan profundamente nuestra conciencia. Son hechos que no permiten
a los cristianos abstenerse de prestar su contribución activa y su
profesionalidad, sobre todo a través de diversas organizaciones, que
tanto bien hacen en las zonas rurales.
Ante
las dificultades, no puede prevalecer el pesimismo o la indiferencia.
Lo que hasta ahora se ha hecho, no obstante la complejidad de los
problemas, es ya motivo de aliciente para toda la Comunidad
internacional, para sus instituciones y sus líneas de acción. Entre
ellas, pienso en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible,
aprobada recientemente por las Naciones Unidas. Espero que no se
quede sólo en un conjunto de reglas o de posibles acuerdos. Confío
que inspire un modelo diverso de protección social, tanto en el
plano internacional como nacional. Se evitará así utilizarla en
beneficio de intereses contrarios a la dignidad humana, o que no
respetan plenamente la vida, o para omitir responsabilidades que
dejan los problemas sin resolver, agravando de esta manera las
situaciones de desigualdad.
Que
cada uno, en aquello que dependa de él, dé lo mejor de sí mismo en
espíritu de genuino servicio a los demás. En este esfuerzo, la
acción de la FAO será fundamental si dispone de los medios
necesarios para asegurar la protección social en el marco del
desarrollo sostenible y de la promoción de cuantos viven de la
agricultura, la ganadería, la pesca y los bosques.
Con
estos deseos, invoco sobre usted, Señor Director General, y sobre
cuantos colaboran en este servicio a la familia humana, la bendición
de Dios rico en misericordia.
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