Ciudad
del Vaticano, 1 enero 2014 (VIS).- Este miércoles, solemnidad de
Santa María Madre de Dios y octava de Navidad, el Santo Padre ha
presidido la Misa en la Basílica Vaticana. Concelebraron con el Papa
el cardenal Peter Kodwo Appiah Turkson, presidente del Pontificio
Consejo Justicia y Paz; los arzobispos Pietro Parolin y Giovanni
Angelo Becciu, respectivamente Secretario de Estado y sustituto de la
Secretaría de Estado-, y Dominique Mamberti, secretario para las
Relaciones con los Estados. Hoy también se celebra la XLVII Jornada
Mundial de la Paz, cuyo tema es "La fraternidad, fundamento y
camino para la paz".
Ofrecemos
a continuación la homilía pronunciada por el Papa Francisco:
"La
primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las
antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que
las enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te
proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre
su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz»
(Nm 6,24-25). Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición
precisamente al comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro
camino durante el tiempo que ahora nos espera. Son palabras de
fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada
en frágiles promesas humanas; ni tampoco de una esperanza ingenua,
que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza
tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una
bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la
Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del
Señor, de su ayuda providente."
"El
deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en una
mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se
ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura. Madre de
Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen María. Es
una cualidad, un cometido, que la fe del pueblo cristiano siempre ha
experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre
celestial. Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia
antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad
la divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina
maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se
construyó la Basílica de Santa María «la Mayor», primer
santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se venera
la imagen de la Madre de Dios —la Theotokos— con el título de
Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habitantes
de Éfeso se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica
donde se reunían los Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los
fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano,
demostraban reconocer ya la divina maternidad. Es la actitud
espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre,
porque la aman con inmensa ternura. Pero es algo más: es el sensus
fidei del santo pueblo fiel de Dios, que nunca, en su unidad, nunca
se equivoca."
"María
está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y, sobre
todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia… camina
en el tiempo… Pero en este camino —deseo destacarlo enseguida—
procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen
María». Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso
la sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a
la fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha
compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos
caminos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha
debido avanzar en «la peregrinación de la fe».
"Nuestro
camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el
momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre
diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras tienen un
valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la
Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella
hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas
dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue
la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se
convierte en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo
divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los
hombres, buenos y malos, a todos, y los ama como los amaba Jesús. La
mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe
a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el
Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de
su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se
convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría."
"La
Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe,
en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de
disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe
en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo
nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la
maternidad de María. A ella confiamos nuestro itinerario de fe, los
deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo
entero, especialmente el hambre y la sed de justicia y de paz y de
Dios; y la invocamos todos juntos:, y os invito a invocarla tres
veces, imitando a aquellos hermanos de Éfeso, diciéndole: ¡Madre
de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! ¡Madre de Dios! Amén."
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