Ciudad
del Vaticano, 23 de septiembre (VIS).-A mediodía Benedicto XVI se
asomó al patio interior del palacio apostólico de Castel Gandolfo
para rezar el Ángelus con los fieles allí reunidos.
El
Papa comentó el evangelio de San Marcos en que “Jesús comienza a
hablar abiertamente de qué le sucederá al final”. “Es evidente
-dijo- que entre Jesús y los discípulos hay una distancia interior
profunda; se encuentran, por así decir, en dos longitudes de onda
diversas: no entienden o comprenden solo superficialmente las
palabras del Maestro”.
Por
ejemplo, Pedro “después de haber manifestado su fe en Jesús, lo
riñe porque predice que será rechazado y asesinado”. A su vez,
después del segundo anuncio de la pasión, los discípulos “empiezan
a discutir sobre cual de ellos será el más grande” y, por último,
tras el tercer anuncio, “Santiago y Juan piden a Jesús que los
siente a su derecha y a su izquierda cuando esté en la gloria”.
Pero
hay otros signos de esta distancia “los discípulos no consiguen
curar a un muchacho epiléptico, al que después Jesús sana con la
fuerza de la oración; o cuando llevan a Jesús unos niños, los
discípulos los regañan y, en cambio, Jesús, indignado, hace que se
queden y afirma que sólo quien es cómo ellos puede entrar en el
Reino de Dios”.
Todo
esto, explicó el pontífice, “nos recuerda que la lógica de Dios
es siempre 'otra', respecto a la nuestra (...) Por eso seguir al
Señor requiere siempre del ser humano una profunda conversión, un
cambio del modo de pensar y de vivir; requiere abrir el corazón a la
escucha para dejarse iluminar y transformar interiormente. Un punto
clave en que Dios y el hombre se diferencian es el orgullo: en Dios
no hay orgullo porque El es la plenitud total, tendiente a amar y dar
la vida. Por el contrario, en nosotros, los hombres, el orgullo está
muy enraizado y exige una vigilancia y una purificación constante.
Nosotros, que somos pequeños, aspiramos a ser grandes, a ser los
primeros, mientras Dios no teme a rebajarse y hacerse último”.
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