El primer deber de la Iglesia
no es distribuir condenas o anatemas sino proclamar la misericordia
de Dios, dice el Papa al final del Sínodo
Ciudad
del Vaticano, 24 de octubre de 2015 (Vis).-Con el discurso del Papa
Francisco a los participantes en el Sínodo ha concluido la última
Congregación General de la XIV Asamblea Ordinaria del Sínodo sobre
la Familia. El Santo Padre ha hablado de los diversos significados
que para las familias, la comunidad cristiana y la Iglesia han tenido
estas tres semanas de intensos trabajos y debates y ha reiterado, en
diversas ocasiones la importancia de defender ''no la letra sino el
espíritu; no las ideas, sino el hombre; no las fórmulas sino la
gratuidad del amor de Dios y de su perdón''.
Ofrecemos
a continuación amplios extractos del discurso pronunciado por el
Pontífice:
''Mientras
seguía los trabajos del Sínodo, me he preguntado: ¿Qué
significará para la Iglesia concluir este Sínodo dedicado a la
familia?
Ciertamente
no significa haber concluido con todos los temas inherentes a la
familia, sino que ha tratado de iluminarlos con la luz del Evangelio,
de la Tradición y de la historia milenaria de la Iglesia,
infundiendo en ellos el gozo de la esperanza sin caer en la cómoda
repetición de lo que es indiscutible o ya se ha dicho.
Seguramente
no significa que se hayan encontrado soluciones exhaustivas a todas
las dificultades y dudas que desafían y amenazan a la familia, sino
que se han puesto dichas dificultades y dudas a la luz de la fe, se
han examinado atentamente, se han afrontado sin miedo y sin esconder
la cabeza bajo tierra.
Significa
haber instado a todos a comprender la importancia de la institución
de la familia y del matrimonio entre un hombre y una mujer, fundado
sobre la unidad y la indisolubilidad, y apreciarla como la base
fundamental de la sociedad y de la vida humana.
Significa
haber escuchado y hecho escuchar las voces de las familias y de los
pastores de la Iglesia que han venido a Roma de todas partes del
mundo trayendo sobre sus hombros las cargas y las esperanzas, la
riqueza y los desafíos de las familias.
Significa
haber dado prueba de la vivacidad de la Iglesia católica, que no
tiene miedo de sacudir las conciencias anestesiadas o de ensuciarse
las manos discutiendo animadamente y con franqueza sobre la familia.
Significa
haber tratado de ver y leer la realidad o, mejor dicho, las
realidades de hoy con los ojos de Dios, para encender e iluminar con
la llama de la fe los corazones de los hombres, en un momento
histórico de desaliento y de crisis social, económica, moral y de
predominio de la negatividad.
Significa
haber dado testimonio a todos de que el Evangelio sigue siendo para
la Iglesia una fuente viva de eterna novedad, contra quien quiere
''adoctrinarlo'' en piedras muertas para lanzarlas contra los demás.
Significa
haber puesto al descubierto a los corazones cerrados, que a menudo se
esconden incluso dentro de las enseñanzas de la Iglesia o detrás de
las buenas intenciones para sentarse en la cátedra de Moisés y
juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos
difíciles y las familias heridas.
Significa
haber afirmado que la Iglesia es Iglesia de los pobres de espíritu y
de los pecadores en busca de perdón, y no sólo de los justos y de
los santos, o mejor dicho, de los justos y de los santos cuando se
sienten pobres y pecadores.
Significa
haber intentado abrir los horizontes para superar toda hermenéutica
conspiradora o un cierre de perspectivas para defender y difundir la
libertad de los hijos de Dios, para transmitir la belleza de la
novedad cristiana, a veces cubierta por la herrumbre de un lenguaje
arcaico o simplemente incomprensible.
En
el curso de este Sínodo, las distintas opiniones que se han
expresado libremente –y por desgracia a veces con métodos no del
todo benévolos– han enriquecido y animado sin duda el diálogo,
ofreciendo una imagen viva de una Iglesia que no utiliza ''módulos
impresos'', sino que toma de la fuente inagotable de su fe agua viva
para refrescar los corazones resecos.
Y
–más allá de las cuestiones dogmáticas claramente definidas por
el Magisterio de la Iglesia– hemos visto también que lo que parece
normal para un obispo de un continente, puede resultar extraño, casi
como un escándalo –¡casi!– para el obispo de otro continente;
lo que se considera violación de un derecho en una sociedad, puede
ser un precepto obvio e intangible en otra; lo que para algunos es
libertad de conciencia, para otros puede parecer simplemente
confusión. En realidad, las culturas son muy diferentes entre sí y
todo principio general –como he dicho, las cuestiones dogmáticas
bien definidas por el Magisterio de la Iglesia–, todo principio
general necesita ser inculturado si quiere ser observado y aplicado.
El Sínodo de 1985, que celebraba el vigésimo aniversario de la
clausura del Concilio Vaticano II, habló de la inculturación como
''una íntima transformación de los auténticos valores culturales
por su integración en el cristianismo y la radicación del
cristianismo en todas las culturas humanas''.
La
inculturación no debilita los valores verdaderos, sino que muestra
su verdadera fuerza y su autenticidad, porque se adaptan sin mutarse,
es más, trasforman pacíficamente y gradualmente las diversas
culturas.
Hemos
visto, también a través de la riqueza de nuestra diversidad, que el
desafío que tenemos ante nosotros es siempre el mismo: anunciar el
Evangelio al hombre de hoy, defendiendo a la familia de todos los
ataques ideológicos e individualistas.
Y,
sin caer nunca en el peligro del relativismo o de demonizar a los
otros, hemos tratado de abrazar plena y valientemente la bondad y la
misericordia de Dios, que sobrepasa nuestros cálculos humanos y que
no quiere más que ''todos los hombres se salven'', para introducir y
vivir este Sínodo en el contexto del Año Extraordinario de la
Misericordia que la Iglesia está llamada a vivir.
La
experiencia del Sínodo también nos ha hecho comprender mejor que
los verdaderos defensores de la doctrina no son los que defienden la
letra sino el espíritu; no las ideas, sino el hombre; no las
fórmulas sino la gratuidad del amor de Dios y de su perdón. Esto no
significa en modo alguno disminuir la importancia de las fórmulas:
son necesarias; la importancia de las leyes y de los mandamientos
divinos, sino exaltar la grandeza del verdadero Dios que no nos trata
según nuestros méritos, ni tampoco conforme a nuestras obras, sino
únicamente según la generosidad sin límites de su misericordia.
Significa superar las tentaciones constantes del hermano mayor y de
los obreros celosos. Más aún, significa valorar más las leyes y
los mandamientos, creados para el hombre y no al contrario .
En
este sentido, el arrepentimiento debido, las obras y los esfuerzos
humanos adquieren un sentido más profundo, no como precio de la
invendible salvación, realizada por Cristo en la cruz gratuitamente,
sino como respuesta a Aquel que nos amó primero y nos salvó con el
precio de su sangre inocente, cuando aún estábamos sin fuerzas .
El
primer deber de la Iglesia no es distribuir condenas o anatemas sino
proclamar la misericordia de Dios, de llamar a la conversión y de
conducir a todos los hombres a la salvación del Señor.
El
beato Pablo VI decía con espléndidas palabras: ''Podemos pensar que
nuestro pecado o alejamiento de Dios enciende en él una llama de
amor más intenso, un deseo de devolvernos y reinsertarnos en su plan
de salvación (...). En Cristo, Dios se revela infinitamente bueno
(...). Dios es bueno. Y no sólo en sí mismo; Dios es –digámoslo
llorando- bueno con nosotros. Él nos ama, busca, piensa, conoce,
inspira y espera. Él será feliz –si puede decirse así–el día
en que nosotros queramos regresar y decir: “Señor, en tu bondad,
perdóname. He aquí, pues, que nuestro arrepentimiento se convierte
en la alegría de Dios''.
También
san Juan Pablo II dijo que ''la Iglesia vive una vida auténtica,
cuando profesa y proclama la misericordia (...) y cuando acerca a los
hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es
depositaria y dispensadora''.
Y
el Papa Benedicto XVI decía: ''La misericordia es el núcleo central
del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios (...) Todo lo que
la Iglesia dice y realiza, manifiesta la misericordia que Dios tiene
para con el hombre. Cuando la Iglesia debe recordar una verdad
olvidada, o un bien traicionado, lo hace siempre impulsada por el
amor misericordioso, para que los hombres tengan vida y la tengan en
abundancia.
En
este sentido, y mediante este tiempo de gracia que la Iglesia ha
vivido, hablado y discutido sobre la familia, nos sentimos
enriquecidos mutuamente; y muchos de nosotros hemos experimentado la
acción del Espíritu Santo, que es el verdadero protagonista y
artífice del Sínodo. Para todos nosotros, la palabra ''familia'' no
suena lo mismo que antes del Sínodo, hasta el punto que en ella
encontramos la síntesis de su vocación y el significado de todo el
camino sinodal.
Para
la Iglesia, en realidad, concluir el Sínodo significa volver
verdaderamente a ''caminar juntos'' para llevar a todas las partes
del mundo, a cada Diócesis, a cada comunidad y a cada situación la
luz del Evangelio, el abrazo de la Iglesia y el amparo de la
misericordia de Dios''.