Ciudad
del Vaticano, 23 de septiembre (VIS).-Publicamos a continuación el
Mensaje del Santo Padre para la Jornada Mundial del Emigrante y del
Refugiado 2015.
''Jesús
es ''el evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona'' Su
solicitud especial por los más vulnerables y excluidos nos invita a
todos a cuidar a las personas más frágiles y a reconocer su rostro
sufriente, sobre todo en las víctimas de las nuevas formas de
pobreza y esclavitud. El Señor dice: ''Tuve hambre y me disteis de
comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me
hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me
visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme'' . Misión de la
Iglesia, peregrina en la tierra y madre de todos, es por tanto amar a
Jesucristo, adorarlo y amarlo, especialmente en los más pobres y
desamparados; entre éstos, están ciertamente los emigrantes y los
refugiados, que intentan dejar atrás difíciles condiciones de vida
y todo tipo de peligros. Por eso, el lema de la Jornada Mundial del
Emigrante y del Refugiado de este año es: Una Iglesia sin fronteras,
madre de todos.
En
efecto, la Iglesia abre sus brazos para acoger a todos los pueblos,
sin discriminaciones y sin límites, y para anunciar a todos que
''Dios es amor''. Después de su muerte y resurrección, Jesús
confió a sus discípulos la misión de ser sus testigos y de
proclamar el Evangelio de la alegría y de la misericordia. Ellos, el
día de Pentecostés, salieron del Cenáculo con valentía y
entusiasmo; la fuerza del Espíritu Santo venció sus dudas y
vacilaciones, e hizo que cada uno escuchase su anuncio en su propia
lengua; así desde el comienzo, la Iglesia es madre con el corazón
abierto al mundo entero, sin fronteras. Este mandato abarca una
historia de dos milenios, pero ya desde los primeros siglos el
anuncio misionero hizo visible la maternidad universal de la Iglesia,
explicitada después en los escritos de los Padres y retomada por el
Concilio Ecuménico Vaticano II. Los Padres conciliares hablaron de
Ecclesia mater para explicar su naturaleza. Efectivamente, la Iglesia
engendra hijos e hijas y los incorpora y ''los abraza con amor y
solicitud como suyos''.
La
Iglesia sin fronteras, madre de todos, extiende por el mundo la
cultura de la acogida y de la solidaridad, según la cual nadie puede
ser considerado inútil, fuera de lugar o descartable. Si vive
realmente su maternidad, la comunidad cristiana alimenta, orienta e
indica el camino, acompaña con paciencia, se hace cercana con la
oración y con las obras de misericordia.
Todo
esto adquiere hoy un significado especial. De hecho, en una época de
tan vastas migraciones, un gran número de personas deja sus lugares
de origen y emprende el arriesgado viaje de la esperanza, con el
equipaje lleno de deseos y de temores, a la búsqueda de condiciones
de vida más humanas. No es extraño, sin embargo, que estos
movimientos migratorios susciten desconfianza y rechazo, también en
las comunidades eclesiales, antes incluso de conocer las
circunstancias de persecución o de miseria de las personas
afectadas. Esos recelos y prejuicios se oponen al mandamiento bíblico
de acoger con respeto y solidaridad al extranjero necesitado.
Por
una parte, oímos en el sagrario de la conciencia la llamada a tocar
la miseria humana y a poner en práctica el mandamiento del amor que
Jesús nos dejó cuando se identificó con el extranjero, con quien
sufre, con cuantos son víctimas inocentes de la violencia y la
explotación. Por otra parte, sin embargo, a causa de la debilidad de
nuestra naturaleza, ''sentimos la tentación de ser cristianos
manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor”.
La
fuerza de la fe, de la esperanza y de la caridad permite reducir las
distancias que nos separan de los dramas humanos. Jesucristo espera
siempre que lo reconozcamos en los emigrantes y en los desplazados,
en los refugiados y en los exiliados, y asimismo nos llama a
compartir nuestros recursos, y en ocasiones a renunciar a nuestro
bienestar. Lo recordaba el Papa Pablo VI, diciendo que ''los más
favorecidos deben renunciar a algunos de sus derechos para poner con
mayor liberalidad sus bienes al servicio de los demás'' .
Por
lo demás, el carácter multicultural de las sociedades actuales
invita a la Iglesia a asumir nuevos compromisos de solidaridad, de
comunión y de evangelización. Los movimientos migratorios, de
hecho, requieren profundizar y reforzar los valores necesarios para
garantizar una convivencia armónica entre las personas y las
culturas. Para ello no basta la simple tolerancia, que hace posible
el respeto de la diversidad y da paso a diversas formas de
solidaridad entre las personas de procedencias y culturas diferentes.
Aquí se sitúa la vocación de la Iglesia a superar las fronteras y
a favorecer ''el paso de una actitud defensiva y recelosa, de
desinterés o de marginación a una actitud que ponga como fundamento
la ''cultura del encuentro”, la única capaz de construir un mundo
más justo y fraterno'' .
Sin
embargo, los movimientos migratorios han asumido tales dimensiones
que sólo una colaboración sistemática y efectiva que implique a
los Estados y a las Organizaciones internacionales puede regularlos
eficazmente y hacerles frente. En efecto, las migraciones interpelan
a todos, no sólo por las dimensiones del fenómeno, sino también
''por los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y
religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a
las comunidades nacionales y a la comunidad internacional.
En
la agenda internacional tienen lugar frecuentes debates sobre las
posibilidades, los métodos y las normativas para afrontar el
fenómeno de las migraciones. Hay organismos e instituciones, en el
ámbito internacional, nacional y local, que ponen su trabajo y sus
energías al servicio de cuantos emigran en busca de una vida mejor.
A pesar de sus generosos y laudables esfuerzos, es necesaria una
acción más eficaz e incisiva, que se sirva de una red universal de
colaboración, fundada en la protección de la dignidad y centralidad
de la persona humana. De este modo, será más efectiva la lucha
contra el tráfico vergonzoso y delictivo de seres humanos, contra la
vulneración de los derechos fundamentales, contra cualquier forma de
violencia, vejación y esclavitud. Trabajar juntos requiere
reciprocidad y sinergia, disponibilidad y confianza, sabiendo que
''ningún país puede afrontar por sí solo las dificultades unidas a
este fenómeno que, siendo tan amplio, afecta en este momento a todos
los continentes en el doble movimiento de inmigración y
emigración''.
A
la globalización del fenómeno migratorio hay que responder con la
globalización de la caridad y de la cooperación, para que se
humanicen las condiciones de los emigrantes. Al mismo tiempo, es
necesario intensificar los esfuerzos para crear las condiciones
adecuadas para garantizar una progresiva disminución de las razones
que llevan a pueblos enteros a dejar su patria a causa de guerras y
carestías, que a menudo se concatenan unas a otras.
A
la solidaridad con los emigrantes y los refugiados es preciso añadir
la voluntad y la creatividad necesarias para desarrollar mundialmente
un orden económico-financiero más justo y equitativo, junto con un
mayor compromiso por la paz, condición indispensable para un
auténtico progreso.
Queridos
emigrantes y refugiados, ocupáis un lugar especial en el corazón de
la Iglesia, y la ayudáis a tener un corazón más grande para
manifestar su maternidad con la entera familia humana. No perdáis la
confianza ni la esperanza. Miremos a la Sagrada Familia exiliada en
Egipto: así como en el corazón materno de la Virgen María y en el
corazón solícito de san José se mantuvo la confianza en Dios que
nunca nos abandona, que no os falte esta misma confianza en el Señor.
Os encomiendo a su protección y os imparto de corazón la Bendición
Apostólica.
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