Ciudad
del Vaticano, 6 abril 2014 (VIS).- A mediodía de hoy, quinto domingo
de Cuaresma, el Santo Padre se ha asomado a la ventana de su estudio
en el Palacio Apostólico Vaticano para rezar el Ángelus con los
fieles y peregrinos presentes. “La resurrección de Lázaro... -ha
dicho refiriéndose al evangelio de este domingo- es el culmen de los
“signos” prodigiosos realizados por Jesús: es un gesto demasiado
grande, demasiado claramente divino para ser tolerado por los sumos
sacerdotes, los cuales, cuando supieron del hecho, tomaron la
decisión de matar a Jesús”.
“Nosotros
-ha continuado- creemos que la vida de quién cree en Jesús y sigue
su mandamiento, después de la muerte será transformada en una vida
nueva, plena e inmortal. Como Jesús ha resucitado con su propio
cuerpo, pero no ha vuelto a la vida terrena, así nosotros
resucitaremos con nuestros cuerpos que serán transfigurados en
cuerpos gloriosos. Él nos espera junto al Padre, y la fuerza del
Espíritu Santo, que lo ha resucitado a Él, resucitará también a
quién está unido a Él...¡Lázaro, sal fuera!...Este grito
perentorio está dirigido a cada hombre, porque todos estamos
marcados por la muerte, todos nosotros; es la voz de Aquel que es el
dueño de la vida y quiere que todos “la tengan en abundancia”.
Cristo no se resigna a los sepulcros que nos hemos construido con
nuestras elecciones de mal y de muerte, con nuestros errores, con
nuestros pecados”.
¡”Él
no se resigna a esto! Él nos invita, casi nos ordena, que salgamos
de la tumba en la cual nuestros pecados nos han hundido. Nos llama
insistentemente a salir de la oscuridad de la prisión en la que
estamos encerrados, conformándonos con una vida falsa, egoísta,
mediocre... Es una bella invitación a la verdadera libertad... Una
invitación a dejarnos liberar de las “vendas del orgullo”.
Porque el orgullo nos hace esclavos, esclavos de nosotros mismos,
esclavos de tantos ídolos, de tantas cosas. Nuestra resurrección
comienza desde aquí: cuando decidimos obedecer a esta orden de Jesús
saliendo a la luz, a la vida; cuando de nuestro rostro caen las
máscaras - tantas veces nosotros estamos enmascarados por el pecado,
¡las máscaras deben caer! - y nosotros encontramos el coraje de
nuestro rostro original, creado a imagen y semejanza de Dios”.
Antes
de finalizar, Francisco ha repetido que “¡No hay ningún límite a
la misericordia divina ofrecida a todos!”, y ha pedido a los fieles
no olvidar esta frase ya que “el Señor está siempre listo para
levantar la lápida sepulcral de nuestros pecados, que nos separa de
Él, luz de los vivientes”.
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