Ciudad
del Vaticano, 12 diciembre 2013
(VIS).-”La fraternidad, fundamento y camino para la paz” es el
título elegido por el Papa Francisco en su primer Mensaje para la 47
Jornada Mundial de la Paz que se celebra el 1 de enero de 2014. El
documento, fechado el 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada
Concepción, consta de diez puntos, incluidos un breve prólogo y una
conclusión, intercalados por dos citas bíblicas :“¿Dónde está
tu hermano?" (Gn 4,9) ; "Y todos ustedes son hermanos"
(Mt 23,8), y seis frases con atributos de la fraternidad: “La
fraternidad, fundamento y camino para la paz”, “La fraternidad,
premisa para vencer la pobreza”; “El redescubrimiento de la
fraternidad en la economía”; ”La fraternidad extingue la
guerra”;”La corrupción y el crimen organizado se oponen a la
fraternidad”; “La fraternidad ayuda a proteger y a cultivar la
naturaleza”.
Ofrecemos
a continuación el texto integral del mensaje
1.
En este mi primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, quisiera
desear a todos, a las personas y a los pueblos, una vida llena de
alegría y de esperanza. El corazón de todo hombre y de toda mujer
alberga en su interior el deseo de una vida plena, de la que forma
parte un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la
comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o
contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer.
De
hecho, la fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es
un ser relacional. La viva conciencia de este carácter relacional
nos lleva a ver y a tratar a cada persona como una verdadera hermana
y un verdadero hermano; sin ella, es imposible la construcción de
una sociedad justa, de una paz estable y duradera. Y es necesario
recordar que normalmente la fraternidad se empieza a aprender en el
seno de la familia, sobre todo gracias a las responsabilidades
complementarias de cada uno de sus miembros, en particular del padre
y de la madre. La familia es la fuente de toda fraternidad, y por eso
es también el fundamento y el camino primordial para la paz, pues,
por vocación, debería contagiar al mundo con su amor.
El
número cada vez mayor de interdependencias y de comunicaciones que
se entrecruzan en nuestro planeta hace más palpable la conciencia de
que todas las naciones de la tierra forman una unidad y comparten un
destino común. En los dinamismos de la historia, a pesar de la
diversidad de etnias, sociedades y culturas, vemos sembrada la
vocación de formar una comunidad compuesta de hermanos que se acogen
recíprocamente y se preocupan los unos de los otros. Sin embargo, a
menudo los hechos, en un mundo caracterizado por la “globalización
de la indiferencia”, que poco a poco nos “habitúa” al
sufrimiento del otro, cerrándonos en nosotros mismos, contradicen y
desmienten esa vocación.
En
muchas partes del mundo, continuamente se lesionan gravemente los
derechos humanos fundamentales, sobre todo el derecho a la vida y a
la libertad religiosa. El trágico fenómeno de la trata de seres
humanos, con cuya vida y desesperación especulan personas sin
escrúpulos, representa un ejemplo inquietante. A las guerras hechas
de enfrentamientos armados se suman otras guerras menos visibles,
pero no menos crueles, que se combaten en el campo económico y
financiero con medios igualmente destructivos de vidas, de familias,
de empresas.
La
globalización, como ha afirmado Benedicto XVI, nos acerca a los
demás, pero no nos hace hermanos. Además, las numerosas
situaciones de desigualdad, de pobreza y de injusticia revelan no
sólo una profunda falta de fraternidad, sino también la ausencia de
una cultura de la solidaridad. Las nuevas ideologías, caracterizadas
por un difuso individualismo, egocentrismo y consumismo materialista,
debilitan los lazos sociales, fomentando esa mentalidad del
“descarte”, que lleva al desprecio y al abandono de los más
débiles, de cuantos son considerados “inútiles”. Así la
convivencia humana se parece cada vez más a un mero do ut des
pragmático y egoísta.
Al
mismo tiempo, es claro que tampoco las éticas contemporáneas son
capaces de generar vínculos auténticos de fraternidad, ya que una
fraternidad privada de la referencia a un Padre común, como
fundamento último, no logra subsistir. Una verdadera fraternidad
entre los hombres supone y requiere una paternidad trascendente. A
partir del reconocimiento de esta paternidad, se consolida la
fraternidad entre los hombres, es decir, ese hacerse "prójimo"
que se preocupa por el otro.
“¿Dónde
está tu hermano?" (Gn 4,9)
2.
Para comprender mejor esta vocación del hombre a la fraternidad,
para conocer más adecuadamente los obstáculos que se interponen en
su realización y descubrir los caminos para superarlos, es
fundamental dejarse guiar por el conocimiento del designio de Dios,
que nos presenta luminosamente la Sagrada Escritura.
Según
el relato de los orígenes, todos los hombres proceden de unos padres
comunes, de Adán y Eva, pareja creada por Dios a su imagen y
semejanza (cf. Gn 1,26), de los cuales nacen Caín y Abel. En la
historia de la primera familia leemos la génesis de la sociedad, la
evolución de las relaciones entre las personas y los pueblos.
Abel
es pastor, Caín es labrador. Su identidad profunda y, a la vez, su
vocación, es ser hermanos, en la diversidad de su actividad y
cultura, de su modo de relacionarse con Dios y con la creación. Pero
el asesinato de Abel por parte de Caín deja constancia trágicamente
del rechazo radical de la vocación a ser hermanos. Su historia (cf.
Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad de la tarea a la que están
llamados todos los hombres, vivir unidos, preocupándose los unos de
los otros. Caín, al no aceptar la predilección de Dios por Abel,
que le ofrecía lo mejor de su rebaño –"el Señor se fijó en
Abel y en su ofrenda, pero no se fijó en Caín ni en su ofrenda"
(Gn 4,4-5)–, mata a Abel por envidia. De esta manera, se niega a
reconocerlo como hermano, a relacionarse positivamente con él, a
vivir ante Dios asumiendo sus responsabilidades de cuidar y proteger
al otro. A la pregunta "¿Dónde está tu hermano?", con la
que Dios interpela a Caín pidiéndole cuentas por lo que ha hecho,
él responde: "No lo sé; ¿acaso soy yo el guardián de mi
hermano?" (Gn 4,9). Después –nos dice el Génesis– "Caín
salió de la presencia del Señor" (4,16).
Hemos
de preguntarnos por los motivos profundos que han llevado a Caín a
dejar de lado el vínculo de fraternidad y, junto con él, el vínculo
de reciprocidad y de comunión que lo unía a su hermano Abel. Dios
mismo denuncia y recrimina a Caín su connivencia con el mal: "El
pecado acecha a la puerta" (Gn 4,7). No obstante, Caín no lucha
contra el mal y decide igualmente alzar la mano "contra su
hermano Abel" (Gn 4,8), rechazando el proyecto de Dios. Frustra
así su vocación originaria de ser hijo de Dios y a vivir la
fraternidad.
El
relato de Caín y Abel nos enseña que la humanidad lleva inscrita en
sí una vocación a la fraternidad, pero también la dramática
posibilidad de su traición. Da testimonio de ello el egoísmo
cotidiano, que está en el fondo de tantas guerras e injusticias:
muchos hombres y mujeres mueren a manos de hermanos y hermanas que no
saben reconocerse como tales, es decir, como seres hechos para la
reciprocidad, para la comunión y para el don.
"Y
todos ustedes son hermanos" (Mt 23,8)
3.
Surge espontánea la pregunta: ¿los hombres y las mujeres de este
mundo podrán corresponder alguna vez plenamente al anhelo de
fraternidad, que Dios Padre imprimió en ellos? ¿Conseguirán, sólo
con sus fuerzas, vencer la indiferencia, el egoísmo y el odio, y
aceptar las legítimas diferencias que caracterizan a los hermanos y
hermanas?
Parafraseando
sus palabras, podríamos sintetizar así la respuesta que nos da el
Señor Jesús: Ya que hay un solo Padre, que es Dios, todos ustedes
son hermanos (cf. Mt 23,8-9). La fraternidad está enraizada en la
paternidad de Dios. No se trata de una paternidad genérica,
indiferenciada e históricamente ineficaz, sino de un amor personal,
puntual y extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano
(cf. Mt 6,25-30). Una paternidad, por tanto, que genera eficazmente
fraternidad, porque el amor de Dios, cuando es acogido, se convierte
en el agente más asombroso de transformación de la existencia y de
las relaciones con los otros, abriendo a los hombres a la solidaridad
y a la reciprocidad.
Sobre
todo, la fraternidad humana ha sido regenerada en y por Jesucristo
con su muerte y resurrección. La cruz es el “lugar” definitivo
donde se funda la fraternidad, que los hombres no son capaces de
generar por sí mismos. Jesucristo, que ha asumido la naturaleza
humana para redimirla, amando al Padre hasta la muerte, y una muerte
de cruz (cf. Flp 2,8), mediante su resurrección nos constituye en
humanidad nueva, en total comunión con la voluntad de Dios, con su
proyecto, que comprende la plena realización de la vocación a la
fraternidad.
Jesús
asume desde el principio el proyecto de Dios, concediéndole el
primado sobre todas las cosas. Pero Cristo, con su abandono a la
muerte por amor al Padre, se convierte en principio nuevo y
definitivo para todos nosotros, llamados a reconocernos hermanos en
Él, hijos del mismo Padre. Él es la misma Alianza, el lugar
personal de la reconciliación del hombre con Dios y de los hermanos
entre sí. En la muerte en cruz de Jesús también queda superada la
separación entre pueblos, entre el pueblo de la Alianza y el pueblo
de los Gentiles, privado de esperanza porque hasta aquel momento era
ajeno a los pactos de la Promesa. Como leemos en la Carta a los
Efesios, Jesucristo reconcilia en sí a todos los hombres. Él es la
paz, porque de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando el muro
de separación que los dividía, la enemistad. Él ha creado en sí
mismo un solo pueblo, un solo hombre nuevo, una sola humanidad (cf.
2,14-16).
Quien
acepta la vida de Cristo y vive en Él reconoce a Dios como Padre y
se entrega totalmente a Él, amándolo sobre todas las cosas. El
hombre reconciliado ve en Dios al Padre de todos y, en consecuencia,
siente el llamado a vivir una fraternidad abierta a todos. En Cristo,
el otro es aceptado y amado como hijo o hija de Dios, como hermano o
hermana, no como un extraño, y menos aún como un contrincante o un
enemigo. En la familia de Dios, donde todos son hijos de un mismo
Padre, y todos están injertados en Cristo, hijos en el Hijo, no hay
“vidas descartables”. Todos gozan de igual e intangible dignidad.
Todos son amados por Dios, todos han sido rescatados por la sangre de
Cristo, muerto en cruz y resucitado por cada uno. Ésta es la razón
por la que no podemos quedarnos indiferentes ante la suerte de los
hermanos.
La
fraternidad, fundamento y camino para la paz
4.
Teniendo en cuenta todo esto, es fácil comprender que la fraternidad
es fundamento y camino para la paz. Las Encíclicas sociales de mis
Predecesores aportan una valiosa ayuda en este sentido. Bastaría
recuperar las definiciones de paz de la Populorum progressio de Pablo
VI o de la Sollicitudo rei socialis de Juan Pablo II. En la primera,
encontramos que el desarrollo integral de los pueblos es el nuevo
nombre de la paz. En la segunda, que la paz es opus solidaritatis .
Pablo
VI afirma que no sólo entre las personas, sino también entre las
naciones, debe reinar un espíritu de fraternidad. Y explica: "En
esta comprensión y amistad mutuas, en esta comunión sagrada,
debemos […] actuar a una para edificar el porvenir común de la
humanidad". Este deber concierne en primer lugar a los más
favorecidos. Sus obligaciones hunden sus raíces en la fraternidad
humana y sobrenatural, y se presentan bajo un triple aspecto: el
deber de solidaridad, que exige que las naciones ricas ayuden a los
países menos desarrollados; el deber de justicia social, que
requiere el cumplimiento en términos más correctos de las
relaciones defectuosas entre pueblos fuertes y pueblos débiles; el
deber de caridad universal, que implica la promoción de un mundo más
humano para todos, en donde todos tengan algo que dar y recibir, sin
que el progreso de unos sea un obstáculo para el desarrollo de los
otros.
Asimismo,
si se considera la paz como opus solidaritatis, no se puede soslayar
que la fraternidad es su principal fundamento. La paz –afirma Juan
Pablo II– es un bien indivisible. O es de todos o no es de nadie.
Sólo es posible alcanzarla realmente y gozar de ella, como mejor
calidad de vida y como desarrollo más humano y sostenible, si se
asume en la práctica, por parte de todos, una "determinación
firme y perseverante de empeñarse por el bien común" . Lo cual
implica no dejarse llevar por el "afán de ganancia" o por
la "sed de poder". Es necesario estar dispuestos a
"‘perderse’ por el otro en lugar de explotarlo, y a
‘servirlo’ en lugar de oprimirlo para el propio provecho. […]
El ‘otro’ –persona, pueblo o nación– no [puede ser
considerado] como un instrumento cualquiera para explotar a bajo
coste su capacidad de trabajo y resistencia física, abandonándolo
cuando ya no sirve, sino como un ‘semejante’ nuestro, una
‘ayuda’".
La
solidaridad cristiana entraña que el prójimo sea amado no sólo
como "un ser humano con sus derechos y su igualdad fundamental
con todos", sino como "la imagen viva de Dios Padre,
rescatada por la sangre de Jesucristo y puesta bajo la acción
permanente del Espíritu Santo" , como un hermano. "Entonces
la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de
todos los hombres en Cristo, ‘hijos en el Hijo’, de la presencia
y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá –recuerda
Juan Pablo II– a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio
para interpretarlo", para transformarlo.
La
fraternidad, premisa para vencer la pobreza
5.
En la Caritas in veritate, mi Predecesor recordaba al mundo entero
que la falta de fraternidad entre los pueblos y entre los hombres es
una causa importante de la pobreza. En muchas sociedades
experimentamos una profunda pobreza relacional debida a la carencia
de sólidas relaciones familiares y comunitarias. Asistimos con
preocupación al crecimiento de distintos tipos de descontento, de
marginación, de soledad y a variadas formas de dependencia
patológica. Una pobreza como ésta sólo puede ser superada
redescubriendo y valorando las relaciones fraternas en el seno de las
familias y de las comunidades, compartiendo las alegrías y los
sufrimientos, las dificultades y los logros que forman parte de la
vida de las personas.
Además,
si por una parte se da una reducción de la pobreza absoluta, por
otra parte no podemos dejar de reconocer un grave aumento de la
pobreza relativa, es decir, de las desigualdades entre personas y
grupos que conviven en una determinada región o en un determinado
contexto histórico-cultural. En este sentido, se necesitan también
políticas eficaces que promuevan el principio de la fraternidad,
asegurando a las personas –iguales en su dignidad y en sus derechos
fundamentales– el acceso a los "capitales", a los
servicios, a los recursos educativos, sanitarios, tecnológicos, de
modo que todos tengan la oportunidad de expresar y realizar su
proyecto de vida, y puedan desarrollarse plenamente como personas.
También
se necesitan políticas dirigidas a atenuar una excesiva desigualdad
de la renta. No podemos olvidar la enseñanza de la Iglesia sobre la
llamada hipoteca social, según la cual, aunque es lícito, como dice
Santo Tomás de Aquino, e incluso necesario, "que el hombre
posea cosas propias" , en cuanto al uso, no las tiene "como
exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de
que no le aprovechen a él solamente, sino también a los demás".
Finalmente,
hay una forma más de promover la fraternidad –y así vencer la
pobreza– que debe estar en el fondo de todas las demás. Es el
desprendimiento de quien elige vivir estilos de vida sobrios y
esenciales, de quien, compartiendo las propias riquezas, consigue así
experimentar la comunión fraterna con los otros. Esto es fundamental
para seguir a Jesucristo y ser auténticamente cristianos. No se
trata sólo de personas consagradas que hacen profesión del voto de
pobreza, sino también de muchas familias y ciudadanos responsables,
que creen firmemente que la relación fraterna con el prójimo
constituye el bien más preciado.
El
redescubrimiento de la fraternidad en la economía
6.
Las graves crisis financieras y económicas –que tienen su origen
en el progresivo alejamiento del hombre de Dios y del prójimo, en la
búsqueda insaciable de bienes materiales, por un lado, y en el
empobrecimiento de las relaciones interpersonales y comunitarias, por
otro– han llevado a muchos a buscar el bienestar, la felicidad y la
seguridad en el consumo y la ganancia más allá de la lógica de una
economía sana. Ya en 1979 Juan Pablo II advertía del "peligro
real y perceptible de que, mientras avanza enormemente el dominio por
parte del hombre sobre el mundo de las cosas, pierda los hilos
esenciales de este dominio suyo, y de diversos modos su humanidad
quede sometida a ese mundo, y él mismo se haga objeto de múltiple
manipulación, aunque a veces no directamente perceptible, a través
de toda la organización de la vida comunitaria, a través del
sistema de producción, a través de la presión de los medios de
comunicación social" .
El
hecho de que las crisis económicas se sucedan una detrás de otra
debería llevarnos a las oportunas revisiones de los modelos de
desarrollo económico y a un cambio en los estilos de vida. La crisis
actual, con graves consecuencias para la vida de las personas, puede
ser, sin embargo, una ocasión propicia para recuperar las virtudes
de la prudencia, de la templanza, de la justicia y de la fortaleza.
Estas virtudes nos pueden ayudar a superar los momentos difíciles y
a redescubrir los vínculos fraternos que nos unen unos a otros, con
la profunda confianza de que el hombre tiene necesidad y es capaz de
algo más que desarrollar al máximo su interés individual. Sobre
todo, estas virtudes son necesarias para construir y mantener una
sociedad a medida de la dignidad humana.
La
fraternidad extingue la guerra
7.
Durante este último año, muchos de nuestros hermanos y hermanas han
sufrido la experiencia denigrante de la guerra, que constituye una
grave y profunda herida infligida a la fraternidad.
Muchos
son los conflictos armados que se producen en medio de la
indiferencia general. A todos cuantos viven en tierras donde las
armas imponen terror y destrucción, les aseguro mi cercanía
personal y la de toda la Iglesia. Ésta tiene la misión de llevar la
caridad de Cristo también a las víctimas inermes de las guerras
olvidadas, mediante la oración por la paz, el servicio a los
heridos, a los que pasan hambre, a los desplazados, a los refugiados
y a cuantos viven con miedo. Además la Iglesia alza su voz para
hacer llegar a los responsables el grito de dolor de esta humanidad
sufriente y para hacer cesar, junto a las hostilidades, cualquier
atropello o violación de los derechos fundamentales del hombre.
Por
este motivo, deseo dirigir una encarecida exhortación a cuantos
siembran violencia y muerte con las armas: Redescubran, en quien hoy
consideran sólo un enemigo al que exterminar, a su hermano y no
alcen su mano contra él. Renuncien a la vía de las armas y vayan al
encuentro del otro con el diálogo, el perdón y la reconciliación
para reconstruir a su alrededor la justicia, la confianza y la
esperanza. "En esta perspectiva, parece claro que en la vida de
los pueblos los conflictos armados constituyen siempre la deliberada
negación de toda posible concordia internacional, creando divisiones
profundas y heridas lacerantes que requieren muchos años para
cicatrizar. Las guerras constituyen el rechazo práctico al
compromiso por alcanzar esas grandes metas económicas y sociales que
la comunidad internacional se ha fijado".
Sin
embargo, mientras haya una cantidad tan grande de armamentos en
circulación como hoy en día, siempre se podrán encontrar nuevos
pretextos para iniciar las hostilidades. Por eso, hago mío el
llamamiento de mis Predecesores a la no proliferación de las armas y
al desarme de parte de todos, comenzando por el desarme nuclear y
químico.
No
podemos dejar de constatar que los acuerdos internacionales y las
leyes nacionales, aunque son necesarias y altamente deseables, no son
suficientes por sí solas para proteger a la humanidad del riesgo de
los conflictos armados. Se necesita una conversión de los corazones
que permita a cada uno reconocer en el otro un hermano del que
preocuparse, con el que colaborar para construir una vida plena para
todos. Éste es el espíritu que anima muchas iniciativas de la
sociedad civil a favor de la paz, entre las que se encuentran las de
las organizaciones religiosas. Espero que el empeño cotidiano de
todos siga dando fruto y que se pueda lograr también la efectiva
aplicación en el derecho internacional del derecho a la paz, como un
derecho humano fundamental, pre-condición necesaria para el
ejercicio de todos los otros derechos.
La
corrupción y el crimen organizado se oponen a la fraternidad
8.
El horizonte de la fraternidad prevé el desarrollo integral de todo
hombre y mujer. Las justas ambiciones de una persona, sobre todo si
es joven, no se pueden frustrar y ultrajar, no se puede defraudar la
esperanza de poder realizarlas. Sin embargo, no podemos confundir la
ambición con la prevaricación. Al contrario, debemos competir en la
estima mutua (cf. Rm 12,10). También en las disputas, que
constituyen un aspecto ineludible de la vida, es necesario recordar
que somos hermanos y, por eso mismo, educar y educarse en no
considerar al prójimo un enemigo o un adversario al que eliminar.
La
fraternidad genera paz social, porque crea un equilibrio entre
libertad y justicia, entre responsabilidad personal y solidaridad,
entre el bien de los individuos y el bien común. Y una comunidad
política debe favorecer todo esto con trasparencia y
responsabilidad. Los ciudadanos deben sentirse representados por los
poderes públicos sin menoscabo de su libertad. En cambio, a menudo,
entre ciudadano e instituciones, se infiltran intereses de parte que
deforman su relación, propiciando la creación de un clima perenne
de conflicto.
Un
auténtico espíritu de fraternidad vence el egoísmo individual que
impide que las personas puedan vivir en libertad y armonía entre sí.
Ese egoísmo se desarrolla socialmente tanto en las múltiples formas
de corrupción, hoy tan capilarmente difundidas, como en la formación
de las organizaciones criminales, desde los grupos pequeños a
aquellos que operan a escala global, que, minando profundamente la
legalidad y la justicia, hieren el corazón de la dignidad de la
persona. Estas organizaciones ofenden gravemente a Dios, perjudican a
los hermanos y dañan a la creación, más todavía cuando tienen
connotaciones religiosas.
Pienso
en el drama lacerante de la droga, con la que algunos se lucran
despreciando las leyes morales y civiles, en la devastación de los
recursos naturales y en la contaminación, en la tragedia de la
explotación laboral; pienso en el blanqueo ilícito de dinero así
como en la especulación financiera, que a menudo asume rasgos
perjudiciales y demoledores para enteros sistemas económicos y
sociales, exponiendo a la pobreza a millones de hombres y mujeres;
pienso en la prostitución que cada día cosecha víctimas inocentes,
sobre todo entre los más jóvenes, robándoles el futuro; pienso en
la abominable trata de seres humanos, en los delitos y abusos contra
los menores, en la esclavitud que todavía difunde su horror en
muchas partes del mundo, en la tragedia frecuentemente desatendida de
los emigrantes con los que se especula indignamente en la ilegalidad.
Juan XXIII escribió al respecto: "Una sociedad que se apoye
sólo en la razón de la fuerza ha de calificarse de inhumana. En
ella, efectivamente, los hombres se ven privados de su libertad, en
vez de sentirse estimulados, por el contrario, al progreso de la vida
y al propio perfeccionamiento". Sin embargo, el hombre se puede
convertir y nunca se puede excluir la posibilidad de que cambie de
vida. Me gustaría que esto fuese un mensaje de confianza para todos,
también para aquellos que han cometido crímenes atroces, porque
Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva
(cf. Ez 18,23).
En
el contexto amplio del carácter social del hombre, por lo que se
refiere al delito y a la pena, también hemos de pensar en las
condiciones inhumanas de muchas cárceles, donde el recluso a menudo
queda reducido a un estado infrahumano y humillado en su dignidad
humana, impedido también de cualquier voluntad y expresión de
redención. La Iglesia hace mucho en todos estos ámbitos, la mayor
parte de las veces en silencio. Exhorto y animo a hacer cada vez más,
con la esperanza de que dichas iniciativas, llevadas a cabo por
muchos hombres y mujeres audaces, sean cada vez más apoyadas leal y
honestamente también por los poderes civiles.
La
fraternidad ayuda a proteger y a cultivar la naturaleza
9.
La familia humana ha recibido del Creador un don en común: la
naturaleza. La visión cristiana de la creación conlleva un juicio
positivo sobre la licitud de las intervenciones en la naturaleza para
sacar provecho de ello, a condición de obrar responsablemente, es
decir, acatando aquella “gramática” que está inscrita en ella y
usando sabiamente los recursos en beneficio de todos, respetando la
belleza, la finalidad y la utilidad de todos los seres vivos y su
función en el ecosistema. En definitiva, la naturaleza está a
nuestra disposición, y nosotros estamos llamados a administrarla
responsablemente. En cambio, a menudo nos dejamos llevar por la
codicia, por la soberbia del dominar, del tener, del manipular, del
explotar; no custodiamos la naturaleza, no la respetamos, no la
consideramos un don gratuito que tenemos que cuidar y poner al
servicio de los hermanos, también de las generaciones futuras.
En
particular, el sector agrícola es el sector primario de producción
con la vocación vital de cultivar y proteger los recursos naturales
para alimentar a la humanidad. A este respecto, la persistente
vergüenza del hambre en el mundo me lleva a compartir con ustedes la
pregunta: ¿cómo usamos los recursos de la tierra? Las sociedades
actuales deberían reflexionar sobre la jerarquía en las prioridades
a las que se destina la producción. De hecho, es un deber de
obligado cumplimiento que se utilicen los recursos de la tierra de
modo que nadie pase hambre. Las iniciativas y las soluciones posibles
son muchas y no se limitan al aumento de la producción. Es de sobra
sabido que la producción actual es suficiente y, sin embargo,
millones de personas sufren y mueren de hambre, y eso constituye un
verdadero escándalo. Es necesario encontrar los modos para que todos
se puedan beneficiar de los frutos de la tierra, no sólo para evitar
que se amplíe la brecha entre quien más tiene y quien se tiene que
conformar con las migajas, sino también, y sobre todo, por una
exigencia de justicia, de equidad y de respeto hacia el ser humano.
En este sentido, quisiera recordar a todos el necesario destino
universal de los bienes, que es uno de los principios clave de la
doctrina social de la Iglesia. Respetar este principio es la
condición esencial para posibilitar un efectivo y justo acceso a los
bienes básicos y primarios que todo hombre necesita y a los que
tiene derecho.
Conclusión
10.
La fraternidad tiene necesidad de ser descubierta, amada,
experimentada, anunciada y testimoniada. Pero sólo el amor dado por
Dios nos permite acoger y vivir plenamente la fraternidad.
El
necesario realismo de la política y de la economía no puede
reducirse a un tecnicismo privado de ideales, que ignora la dimensión
trascendente del hombre. Cuando falta esta apertura a Dios, toda
actividad humana se vuelve más pobre y las personas quedan reducidas
a objetos de explotación. Sólo si aceptan moverse en el amplio
espacio asegurado por esta apertura a Aquel que ama a cada hombre y a
cada mujer, la política y la economía conseguirán estructurarse
sobre la base de un auténtico espíritu de caridad fraterna y podrán
ser instrumento eficaz de desarrollo humano integral y de paz.
Los
cristianos creemos que en la Iglesia somos miembros los unos de los
otros, que todos nos necesitamos unos a otros, porque a cada uno de
nosotros se nos ha dado una gracia según la medida del don de
Cristo, para la utilidad común (cf. Ef 4,7.25; 1 Co 12,7). Cristo ha
venido al mundo para traernos la gracia divina, es decir, la
posibilidad de participar en su vida. Esto lleva consigo tejer un
entramado de relaciones fraternas, basadas en la reciprocidad, en el
perdón, en el don total de sí, según la amplitud y la profundidad
del amor de Dios, ofrecido a la humanidad por Aquel que, crucificado
y resucitado, atrae a todos a sí: "Les doy un mandamiento
nuevo: que se amen unos a otros; como yo les he amado, ámense
también entre ustedes. La señal por la que conocerán todos que son
discípulos míos será que se aman unos a otros" (Jn 13,34-35).
Ésta es la buena noticia que reclama de cada uno de nosotros un paso
adelante, un ejercicio perenne de empatía, de escucha del
sufrimiento y de la esperanza del otro, también del más alejado de
mí, poniéndonos en marcha por el camino exigente de aquel amor que
se entrega y se gasta gratuitamente por el bien de cada hermano y
hermana.
Cristo
se dirige al hombre en su integridad y no desea que nadie se pierda.
"Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino
para que el mundo se salve por Él" (Jn 3,17). Lo hace sin
forzar, sin obligar a nadie a abrirle las puertas de su corazón y de
su mente. "El primero entre ustedes pórtese como el menor, y el
que gobierna, como el que sirve" –dice Jesucristo–, "yo
estoy en medio de ustedes como el que sirve" (Lc 22,26-27). Así
pues, toda actividad debe distinguirse por una actitud de servicio a
las personas, especialmente a las más lejanas y desconocidas. El
servicio es el alma de esa fraternidad que edifica la paz.
Que
María, la Madre de Jesús, nos ayude a comprender y a vivir cada día
la fraternidad que brota del corazón de su Hijo, para llevar paz a
todos los hombres en esta querida tierra nuestra.
Vaticano,
8 de diciembre de 2013.
FRANCISCO
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