Ciudad
del Vaticano, 20 septiembre 2012
(VIS).-”Como miembros del colegio episcopal, debéis tener siempre
una solicitud especial por la Iglesia universal, en primer lugar
fomentando y defendiendo la unidad de la fe (...) Esto es
particularmente urgente en nuestra época que os llama a ser audaces
a la hora de invitar a los hombres, de cualquier condición, al
encuentro con Cristo y a reforzar la fe”. Así habló el Papa a los
obispos, nombrados recientemente, que participan en el congreso
promovido por las Congregaciones para los Obispos y para las
Iglesias Orientales.
El
Papa señaló que la peregrinación de los obispos a la tumba de San
Pedro asume este año una importancia especial ya que estamos en
vísperas del Año de la Fe, del 50 aniversario del Concilio
Vaticano II y de la XIII Asamblea General del Sínodo de los Obispos
sobre el tema: "La nueva evangelización para la transmisión de
la fe cristiana". A estos eventos se une el XX aniversario del
Catecismo de la Iglesia Católica
La
preocupación prioritaria de los obispos, debe ser “promover y
sostener un compromiso más decidido de la Iglesia en favor de la
nueva evangelización para volver a descubrir la alegría de creer y
reencontrar el entusiasmo de comunicar la fe'. En este ámbito
-subrayó el Papa- también estáis llamados a fomentar y favorecer
la comunión y la colaboración entre todas las realidades de
vuestras diócesis. La evangelización, de hecho, no es la obra de
algunos especialistas, sino de todo el Pueblo de Dios, bajo la guía
de los pastores. Cada uno de los fieles, en y con la comunidad
eclesial debe sentirse responsable de anunciar y testimoniar el
Evangelio”.
Benedicto
XVI recordó que el beato Juan XXIII durante la apertura del
Concilio Vaticano II afirmó: “Es necesario que esta doctrina
cierta e inmutable, que debe ser fielmente respetada, se profundice y
se presente de una forma que responda a las exigencias de nuestro
tiempo”. “Podríamos decir- observó- que la nueva evangelización
comenzó precisamente con el Concilio, que el beato Juan XXIII
consideraba como una nueva Pentecostés, que habría hecho florecer a
la Iglesia en su riqueza interior y en su extenderse, maternalmente,
a todos los ámbitos de la actividad humana. A pesar de las
dificultades de los tiempos, los efectos de aquella nueva
Pentecostés, se han prolongado, tocando la vida de la Iglesia en
todas sus formas: desde la institucional a la espiritual, desde la
participación de los fieles laicos, aI florecimiento carismático y
de santidad”.
Esa
herencia fue confiada también al cuidado pastoral de los obispos a
los que el Papa invitó a inspirarse en ese “patrimonio de
doctrina, espiritualidad y santidad”, para “formar en la fe a los
fieles de modo que su testimonio sea más creíble”. “Al mismo
tiempo, vuestro servicio episcopal os pide 'dar razón de la
esperanza que hay en vosotros' a cuantos están en busca de la fe o
del sentido último de la vida y en los que también 'obra de modo
invisible la gracia'. Cristo, efectivamente, murió por todos, y la
vocación última del hombre es, en realidad, una sola: la divina.
Os animo, pues a empeñaros para que, a todos, -según sus diferentes
edades y condiciones de vida- les sean presentados los contenidos
esenciales de la fe, -de forma sistemática y orgánica- para
responder a los interrogantes que plantea nuestro mundo globalizado y
tecnológico (...) Para ello, es fundamental el Catecismo de la
Iglesia Católica; una norma segura para la enseñanza de la fe y de
la comunión en un único credo. La realidad que vivimos exige que el
cristiano tenga una sólida formación”.
La
fe pide “testigos creíbles, que confían en el Señor (...) para
ser “signos vivos de la presencia del Resucitado en el mundo'”.
De ahí que el Obispo, “primer testigo de la fe deba acompañar el
camino de los creyentes dando ejemplo de vida en el abandono
confiado a Dios. No se puede estar al servicio de los hombres, sin
ser antes siervo de Dios”.
El
Papa concluyó indicando a los prelados cómo el “compromiso
personal a la santidad” debe llevarles diariamente a “asimilar la
Palabra de Dios en la oración y nutrirse de la Eucaristía”. La
caridad, ha de impulsarles a estar cerca de sus sacerdotes porque son
“sus primeros y más preciosos colaboradores para llevar a Dios a
los hombres y los hombres a Dios”. El amor del Buen Pastor los
conducirá a “prestar atención a los pobres y a los que sufren,
para apoyarlos y consolarlos, así como para guiar a aquellos que han
perdido el sentido de la vida”. También deben estar “cerca de
las familias (...)para que puedan construir su vida sobre la roca
sólida de la amistad con Cristo” y “cuidar de los
seminaristas,(...) para que la comunidad tenga pastores maduros y
alegres y guías seguras en la fe”.
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