Ciudad
del Vaticano, 15 de diciembre de 2015 (Vis).-''Vence la indiferencia
y conquista la paz'', es el título del Mensaje del Santo Padre para
la celebración de la XLIX Jornada Mundial de la Paz que se celebra
el 1 de enero de 2016. El mensaje está fechado en el Vaticano el
pasado 8 de diciembre, Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la
Santísima Virgen María y día de la apertura del Jubileo
Extraordinario de la Misericordia y se articula en siete capítulos:
Dios no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la
abandona; Custodiar las razones de la esperanza; Algunas formas de
indiferencia; La paz amenazada por la indiferencia globalizada; De la
indiferencia a la misericordia: la conversión del corazón;Promover
una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la indiferencia
y La paz en el signo del Jubileo de la Misericordia.
Sigue
el texto integral del Mensaje
1.Dios
no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la
abandona.
Al
comienzo del nuevo año, quisiera acompañar con esta profunda
convicción los mejores deseos de abundantes bendiciones y de paz, en
el signo de la esperanza, para el futuro de cada hombre y cada mujer,
de cada familia, pueblo y nación del mundo, así como para los Jefes
de Estado y de Gobierno y de los Responsables de las religiones. Por
tanto, no perdamos la esperanza de que 2016 nos encuentre a todos
firme y confiadamente comprometidos, en realizar la justicia y
trabajar por la paz en los diversos ámbitos. Sí, la paz es don de
Dios y obra de los hombres. La paz es don de Dios, pero confiado a
todos los hombres y a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la
práctica.
Custodiar
las razones de la esperanza
2.Las
guerras y los atentados terroristas, con sus trágicas consecuencias,
los secuestros de personas, las persecuciones por motivos étnicos o
religiosos, las prevaricaciones, han marcado de hecho el año pasado,
de principio a fin, multiplicándose dolorosamente en muchas regiones
del mundo, hasta asumir las formas de la que podría llamar una
''tercera guerra mundial en fases''. Pero algunos acontecimientos de
los años pasados y del año apenas concluido me invitan, en la
perspectiva del nuevo año, a renovar la exhortación a no perder la
esperanza en la capacidad del hombre de superar el mal, con la gracia
de Dios, y a no caer en la resignación y en la indiferencia. Los
acontecimientos a los que me refiero representan la capacidad de la
humanidad de actuar con solidariedad, más allá de los intereses
individualistas, de la apatía y de la indiferencia ante las
situaciones críticas.
Quisiera
recordar entre dichos acontecimientos el esfuerzo realizado para
favorecer el encuentro de los líderes mundiales en el ámbito de la
COP 21, con la finalidad de buscar nuevas vías para afrontar los
cambios climáticos y proteger el bienestar de la Tierra, nuestra
casa común. Esto nos remite a dos eventos precedentes de carácter
global: La Conferencia Mundial de Addis Abeba para recoger fondos con
el objetivo de un desarrollo sostenible del mundo, y la adopción por
parte de las Naciones Unidas de la Agenda 2030 para el Desarrollo
Sostenible, con el objetivo de asegurar para ese año una existencia
más digna para todos, sobre todo para las poblaciones pobres del
planeta.
El
año 2015 ha sido también especial para la Iglesia, al haberse
celebrado el 50 aniversario de la publicación de dos documentos del
Concilio Vaticano II que expresan de modo muy elocuente el sentido de
solidaridad de la Iglesia con el mundo. El papa Juan XXIII, al inicio
del Concilio, quiso abrir de par en par las ventanas de la Iglesia
para que fuese más abierta la comunicación entre ella y el mundo.
Los dos documentos, Nostra aetate y Gaudium et spes, son expresiones
emblemáticas de la nueva relación de diálogo, solidaridad y
acompañamiento que la Iglesia pretendía introducir en la humanidad.
En la Declaración Nostra aetate, la Iglesia ha sido llamada a
abrirse al diálogo con las expresiones religiosas no cristianas. En
la Constitución pastoral Gaudium et spes, desde el momento que ''los
gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres
de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son
a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos
de Cristo'', la Iglesia deseaba instaurar un diálogo con la familia
humana sobre los problemas del mundo, como signo de solidaridad y de
respetuoso afecto.
En
esta misma perspectiva, con el Jubileo de la Misericordia, deseo
invitar a la Iglesia a rezar y trabajar para que todo cristiano pueda
desarrollar un corazón humilde y compasivo, capaz de anunciar y
testimoniar la misericordia, de ''perdonar y de dar'', de abrirse ''a
cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales,
que con frecuencia el mundo moderno dramáticamente crea'', sin caer
''en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el
ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye''.
Hay
muchas razones para creer en la capacidad de la humanidad que actúa
conjuntamente en solidaridad, en el reconocimiento de la propia
interconexión e interdependencia, preocupándose por los miembros
más frágiles y la protección del bien común. Esta actitud de
corresponsabilidad solidaria está en la raíz de la vocación
fundamental a la fraternidad y a la vida común. La dignidad y las
relaciones interpersonales nos constituyen como seres humanos,
queridos por Dios a su imagen y semejanza. Como creaturas dotadas de
inalienable dignidad, nosotros existimos en relación con nuestros
hermanos y hermanas, ante los que tenemos una responsabilidad y con
los cuales actuamos en solidariedad. Fuera de esta relación,
seríamos menos humanos. Precisamente por eso, la indiferencia
representa una amenaza para la familia humana. Cuando nos encaminamos
por un nuevo año, deseo invitar a todos a reconocer este hecho, para
vencer la indiferencia y conquistar la paz.
Algunas
formas de indiferencia
3.Es
cierto que la actitud del indiferente, de quien cierra el corazón
para no tomar en consideración a los otros, de quien cierra los ojos
para no ver aquello que lo circunda o se evade para no ser tocado por
los problemas de los demás, caracteriza una tipología humana
bastante difundida y presente en cada época de la historia. Pero en
nuestros días, esta tipología ha superado decididamente el ámbito
individual para asumir una dimensión global y producir el fenómeno
de la ''globalización de la indiferencia''.
La
primera forma de indiferencia en la sociedad humana es la
indiferencia ante Dios, de la cual brota también la indiferencia
ante el prójimo y ante lo creado. Esto es uno de los graves efectos
de un falso humanismo y del materialismo práctico, combinados con un
pensamiento relativista y nihilista. El hombre piensa ser el autor de
sí mismo, de la propia vida y de la sociedad; se siente
autosuficiente; busca no sólo reemplazar a Dios, sino prescindir
completamente de él. Por consiguiente, cree que no debe nada a
nadie, excepto a sí mismo, y pretende tener sólo derechos. Contra
esta autocomprensión errónea de la persona, Benedicto XVI recordaba
que ni el hombre ni su desarrollo son capaces de darse su significado
último por sí mismo; y, precedentemente, Pablo VI había afirmado
que ''no hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre a lo
Absoluto, en el reconocimiento de una vocación, que da la idea
verdadera de la vida humana''.
La
indiferencia ante el prójimo asume diferentes formas. Hay quien está
bien informado, escucha la radio, lee los periódicos o ve programas
de televisión, pero lo hace de manera frívola, casi por mera
costumbre: estas personas conocen vagamente los dramas que afligen a
la humanidad pero no se sienten comprometidas, no viven la compasión.
Esta es la actitud de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la
acción dirigida hacia sí mismo. Desgraciadamente, debemos constatar
que el aumento de las informaciones, propias de nuestro tiempo, no
significa de por sí un aumento de atención a los problemas, si no
va acompañado por una apertura de las conciencias en sentido
solidario. Más aún, esto puede comportar una cierta saturación
que anestesia y, en cierta medida, relativiza la gravedad de los
problemas. ''Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y
a los países pobres de sus propios males, con indebidas
generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una
''educación'' que los tranquilice y los convierta en seres
domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si
los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción
profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos,
empresarios e instituciones—, cualquiera que sea la ideología
política de los gobernantes''.
La
indiferencia se manifiesta en otros casos como falta de atención
ante la realidad circunstante, especialmente la más lejana. Algunas
personas prefieren no buscar, no informarse y viven su bienestar y su
comodidad indiferentes al grito de dolor de la humanidad que sufre.
Casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido en incapaces de sentir
compasión por los otros, por sus dramas; no nos interesa
preocuparnos de ellos, como si aquello que les acontece fuera una
responsabilidad que nos es ajena, que no nos compete. ''Cuando
estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás
(algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas,
ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces
nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien
y a gusto, y me olvido de quienes no están bien''.
Al
vivir en una casa común, no podemos dejar de interrogarnos sobre su
estado de salud, como he intentado hacer en la Laudato si’. La
contaminación de las aguas y del aire, la explotación
indiscriminada de los bosques, la destrucción del ambiente, son a
menudo fruto de la indiferencia del hombre respecto a los demás,
porque todo está relacionado. Como también el comportamiento del
hombre con los animales influye sobre sus relaciones con los demás,
por no hablar de quien se permite hacer en otra parte aquello que no
osa hacer en su propia casa.
En
estos y en otros casos, la indiferencia provoca sobre todo cerrazón
y distanciamiento, y termina de este modo contribuyendo a la falta de
paz con Dios, con el prójimo y con la creación.
La
paz amenazada por la indiferencia globalizada
4.
La indiferencia ante Dios supera la esfera íntima y espiritual de
cada persona y alcanza a la esfera pública y social. Como afirmaba
Benedicto XVI, ''existe un vínculo íntimo entre la glorificación
de Dios y la paz de los hombres sobre la tierra''. En efecto, ''sin
una apertura a la trascendencia, el hombre cae fácilmente presa del
relativismo, resultándole difícil actuar de acuerdo con la justicia
y trabajar por la paz''. El olvido y la negación de Dios, que
llevan al hombre a no reconocer alguna norma por encima de sí y a
tomar solamente a sí mismo como norma, han producido crueldad y
violencia sin medida.
En
el plano individual y comunitario, la indiferencia ante el prójimo,
hija de la indiferencia ante Dios, asume el aspecto de inercia y
despreocupación, que alimenta el persistir de situaciones de
injusticia y grave desequilibrio social, los cuales, a su vez, pueden
conducir a conflictos o, en todo caso, generar un clima de
insatisfacción que corre el riesgo de terminar, antes o después, en
violencia e inseguridad.
En
este sentido la indiferencia, y la despreocupación que se deriva,
constituyen una grave falta al deber que tiene cada persona de
contribuir, en la medida de sus capacidades y del papel que desempeña
en la sociedad, al bien común, de modo particular a la paz, que es
uno de los bienes más preciosos de la humanidad.
Cuando
afecta al plano institucional, la indiferencia respecto al otro, a su
dignidad, a sus derechos fundamentales y a su libertad, unida a una
cultura orientada a la ganancia y al hedonismo, favorece, y a veces
justifica, actuaciones y políticas que terminan por constituir
amenazas a la paz. Dicha actitud de indiferencia puede llegar también
a justificar algunas políticas económicas deplorables, premonitoras
de injusticias, divisiones y violencias, con vistas a conseguir el
bienestar propio o el de la nación. En efecto, no es raro que los
proyectos económicos y políticos de los hombres tengan como
objetivo conquistar o mantener el poder y la riqueza, incluso a costa
de pisotear los derechos y las exigencias fundamentales de los otros.
Cuando las poblaciones se ven privadas de sus derechos elementares,
como el alimento, el agua, la asistencia sanitaria o el trabajo, se
sienten tentadas a tomárselos por la fuerza.
Además,
la indiferencia respecto al ambiente natural, favoreciendo la
deforestación, la contaminación y las catástrofes naturales que
desarraigan comunidades enteras de su ambiente de vida, forzándolas
a la precariedad y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas, nuevas
situaciones de injusticia de consecuencias a menudo nefastas en
términos de seguridad y de paz social.¿Cuántas guerras ha habido y
cuántas se combatirán aún a causa de la falta de recursos o para
satisfacer a la insaciable demanda de recursos naturales?
De
la indiferencia a la misericordia: la conversión del corazón
5.
Hace un año, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz ''no
más esclavos, sino hermanos'', me referí al primer icono bíblico
de la fraternidad humana, la de Caín y Abel , y lo hice para llamar
la atención sobre el modo en que fue traicionada esta primera
fraternidad. Caín y Abel son hermanos. Provienen los dos del mismo
vientre, son iguales en dignidad, y creados a imagen y semejanza de
Dios; pero su fraternidad creacional se rompe. ''Caín, además de no
soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el primer
fratricidio''. El fratricidio se convierte en paradigma de la
traición, y el rechazo por parte de Caín a la fraternidad de Abel
es la primera ruptura de las relaciones de hermandad, solidaridad y
respeto mutuo.
Dios
interviene entonces para llamar al hombre a la responsabilidad ante
su semejante, como hizo con Adán y Eva, los primeros padres, cuando
rompieron la comunión con el Creador. ''El Señor dijo a Caín:
''Dónde está Abel, tu hermano? Respondió Caín: ''No sé; ¿soy yo
el guardián de mi hermano?''. El Señor le replicó: ¿Qué has
hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo''.
Caín
dice que no sabe lo que le ha sucedido a su hermano, dice que no es
su guardián. No se siente responsable de su vida, de su suerte. No
se siente implicado. Es indiferente ante su hermano, a pesar de que
ambos estén unidos por el mismo origen. ¡Qué tristeza! ¡Qué
drama fraterno, familiar, humano! Esta es la primera manifestación
de la indiferencia entre hermanos. En cambio, Dios no es indiferente:
la sangre de Abel tiene gran valor ante sus ojos y pide a Caín que
rinda cuentas de ella. Por tanto, Dios se revela desde el inicio de
la humanidad como Aquel que se interesa por la suerte del hombre.
Cuando más tarde los hijos de Israel están bajo la esclavitud en
Egipto, Dios interviene nuevamente. Dice a Moisés: ''He visto la
opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los
opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a liberarlo de los
egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil
y espaciosa, tierra que mana leche y miel''. Es importante destacar
los verbos que describen la intervención de Dios: Él ve, oye,
conoce, baja, libera. Dios no es indiferente. Está atento y actúa.
Del
mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús, ha bajado entre los hombres, se
ha encarnado y se ha mostrado solidario con la humanidad en todo,
menos en el pecado. Jesús se identificaba con la humanidad: ''el
primogénito entre muchos hermanos'' . Él no se limitaba a enseñar
a la muchedumbre, sino que se preocupaba de ella, especialmente
cuando la veía hambrienta o desocupada . Su mirada no estaba
dirigida solamente a los hombres, sino también a los peces del mar,
a las aves del cielo, a las plantas y a los árboles, pequeños y
grandes: abrazaba a toda la creación. Ciertamente, él ve, pero no
se limita a esto, puesto que toca a las personas, habla con ellas,
actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en necesidad.
No sólo, sino que se deja conmover y llora . Y actúa para poner fin
al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte.
Jesús
nos enseña a ser misericordiosos como el Padre. En la parábola del
buen samaritano denuncia la omisión de ayuda frente a la urgente
necesidad de los semejantes: ''lo vio y pasó de largo'' . De la
misma manera, mediante este ejemplo, invita a sus oyentes, y en
particular a sus discípulos, a que aprendan a detenerse ante los
sufrimientos de este mundo para aliviarlos, ante las heridas de los
demás para curarlas, con los medios que tengan, comenzando por el
propio tiempo, a pesar de tantas ocupaciones. En efecto, la
indiferencia busca a menudo pretextos: el cumplimiento de los
preceptos rituales, la cantidad de cosas que hay que hacer, los
antagonismos que nos alejan los unos de los otros, los prejuicios de
todo tipo que nos impiden hacernos prójimo.
La
misericordia es el corazón de Dios. Por ello debe ser también el
corazón de todos los que se reconocen miembros de la única gran
familia de sus hijos; un corazón que bate fuerte allí donde la
dignidad humana —reflejo del rostro de Dios en sus creaturas—
esté en juego. Jesús nos advierte: el amor a los demás —los
extranjeros, los enfermos, los encarcelados, los que no tienen hogar,
incluso los enemigos— es la medida con la que Dios juzgará
nuestras acciones. De esto depende nuestro destino eterno. No es de
extrañar que el apóstol Pablo invite a los cristianos de Roma a
alegrarse con los que se alegran y a llorar con los que lloran, o que
aconseje a los de Corinto organizar colectas como signo de
solidaridad con los miembros de la Iglesia que sufren. Y san Juan
escribe: ''Si uno tiene bienes del mundo y, viendo a su hermano en
necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor
de Dios?''.
Por
eso ''es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su
anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la
misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia
para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a
reencontrar el camino de vuelta al Padre. La primera verdad de la
Iglesia es el amor de Cristo. De este amor, que llega hasta el perdón
y al don de sí, la Iglesia se hace sierva y mediadora ante los
hombres. Por tanto, donde la Iglesia esté presente, allí debe ser
evidente la misericordia del Padre. En nuestras parroquias, en las
comunidades, en las asociaciones y movimientos, en fin, dondequiera
que haya cristianos, cualquiera debería poder encontrar un oasis de
misericordia''.
También
nosotros estamos llamados a que el amor, la compasión, la
misericordia y la solidaridad sean nuestro verdadero programa de
vida, un estilo de comportamiento en nuestras relaciones de los unos
con los otros. Esto pide la conversión del corazón: que la gracia
de Dios transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de
carne, capaz de abrirse a los otros con auténtica solidariedad. Esta
es mucho más que un ''sentimiento superficial por los males de
tantas personas, cercanas o lejanas''. La solidaridad ''es la
determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común;
es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos
verdaderamente responsables de todos'', porque la compasión surge
de la fraternidad.
Así
entendida, la solidaridad constituye la actitud moral y social que
mejor responde a la toma de conciencia de las heridas de nuestro
tiempo y de la innegable interdependencia que aumenta cada vez más,
especialmente en un mundo globalizado, entre la vida de la persona y
de su comunidad en un determinado lugar, así como la de los demás
hombres y mujeres del resto del mundo.
Promover
una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la indiferencia
La
solidaridad como virtud moral y actitud social, fruto de la
conversión personal, exige el compromiso de todos aquellos que
tienen responsabilidades educativas y formativas.
En
primer lugar me dirijo a las familias, llamadas a una misión
educativa primaria e imprescindible. Ellas constituyen el primer
lugar en el que se viven y se transmiten los valores del amor y de la
fraternidad, de la convivencia y del compartir, de la atención y del
cuidado del otro. Ellas son también el ámbito privilegiado para la
transmisión de la fe desde aquellos primeros simples gestos de
devoción que las madres enseñan a los hijos.
Los
educadores y los formadores que, en la escuela o en los diferentes
centros de asociación infantil y juvenil, tienen la ardua tarea de
educar a los niños y jóvenes, están llamados a tomar conciencia de
que su responsabilidad tiene que ver con las dimensiones morales,
espirituales y sociales de la persona. Los valores de la libertad,
del respeto recíproco y de la solidaridad se transmiten desde la más
tierna infancia. Dirigiéndose a los responsables de las
instituciones que tienen responsabilidades educativas, Benedicto XVI
afirmaba: ''Que todo ambiente educativo sea un lugar de apertura al
otro y a lo transcendente; lugar de diálogo, de cohesión y de
escucha, en el que el joven se sienta valorado en sus propias
potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los
hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a
día la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar
activamente en la construcción de una sociedad más humana y
fraterna''.
Quienes
se dedican al mundo de la cultura y de los medios de comunicación
social tienen también una responsabilidad en el campo de la
educación y la formación, especialmente en la sociedad
contemporánea, en la que el acceso a los instrumentos de formación
y de comunicación está cada vez más extendido. Su cometido es
sobre todo el de ponerse al servicio de la verdad y no de intereses
particulares. En efecto, los medios de comunicación ''no sólo
informan, sino que también forman el espíritu de sus destinatarios
y, por tanto, pueden dar una aportación notable a la educación de
los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos entre
educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la educación
se produce mediante la comunicación, que influye positiva o
negativamente en la formación de la persona''. Quienes se ocupan de
la cultura y los medios deberían también vigilar para que el modo
en el que se obtienen y se difunden las informaciones sea siempre
jurídicamente y moralmente lícito.
La
paz: fruto de una cultura de solidariedad, misericordia y compasión
7.Conscientes
de la amenaza de la globalización de la indiferencia, no podemos
dejar de reconocer que, en el escenario descrito anteriormente, se
dan también numerosas iniciativas y acciones positivas que
testimonian la compasión, la misericordia y la solidaridad de las
que el hombre es capaz.
Quisiera
recordar algunos ejemplos de actuaciones loables, que demuestran cómo
cada uno puede vencer la indiferencia si no aparta la mirada de su
prójimo, y que constituyen buenas prácticas en el camino hacia una
sociedad más humana.
Hay
muchas organizaciones no gubernativas y asociaciones caritativas
dentro de la Iglesia, y fuera de ella, cuyos miembros, con ocasión
de epidemias, calamidades o conflictos armados, afrontan fatigas y
peligros para cuidar a los heridos y enfermos, como también para
enterrar a los difuntos. Junto a ellos, deseo mencionar a las
personas y a las asociaciones que ayudan a los emigrantes que
atraviesan desiertos y surcan los mares en busca de mejores
condiciones de vida. Estas acciones son obras de misericordia,
corporales y espirituales, sobre las que seremos juzgados al término
de nuestra vida.
Me
dirijo también a los periodistas y fotógrafos que informan a la
opinión pública sobre las situaciones difíciles que interpelan las
conciencias, y a los que se baten en defensa de los derechos humanos,
sobre todo de las minorías étnicas y religiosas, de los pueblos
indígenas, de las mujeres y de los niños, así como de todos
aquellos que viven en condiciones de mayor vulnerabilidad. Entre
ellos hay también muchos sacerdotes y misioneros que, como buenos
pastores, permanecen junto a sus fieles y los sostienen a pesar de
los peligros y dificultades, de modo particular durante los
conflictos armados.
Además,
numerosas familias, en medio de tantas dificultades laborales y
sociales, se esfuerzan concretamente en educar a sus hijos
''contracorriente'', con tantos sacrificios, en los valores de la
solidaridad, la compasión y la fraternidad. Muchas familias abren
sus corazones y sus casas a quien tiene necesidad, como los
refugiados y los emigrantes. Deseo agradecer particularmente a todas
las personas, las familias, las parroquias, las comunidades
religiosas, los monasterios y los santuarios, que han respondido
rápidamente a mi llamamiento a acoger una familia de refugiados.
Por
último, deseo mencionar a los jóvenes que se unen para realizar
proyectos de solidaridad, y a todos aquellos que abren sus manos para
ayudar al prójimo necesitado en sus ciudades, en su país o en otras
regiones del mundo. Quiero agradecer y animar a todos aquellos que se
trabajan en acciones de este tipo, aunque no se les dé publicidad:
su hambre y sed de justicia será saciada, su misericordia hará que
encuentren misericordia y, como trabajadores de la paz, serán
llamados hijos de Dios .
La
paz en el signo del Jubileo de la Misericordia
8.En
el espíritu del Jubileo de la Misericordia, cada uno está llamado a
reconocer cómo se manifiesta la indiferencia en la propia vida, y a
adoptar un compromiso concreto para contribuir a mejorar la realidad
donde vive, a partir de la propia familia, de su vecindario o el
ambiente de trabajo.
Los
Estados están llamados también a hacer gestos concretos, actos de
valentía para con las personas más frágiles de su sociedad, como
los encarcelados, los emigrantes, los desempleados y los enfermos.
Por
lo que se refiere a los detenidos, en muchos casos es urgente que se
adopten medidas concretas para mejorar las condiciones de vida en las
cárceles, con una atención especial para quienes están detenidos
en espera de juicio, teniendo en cuenta la finalidad reeducativa de
la sanción penal y evaluando la posibilidad de introducir en las
legislaciones nacionales penas alternativas a la prisión. En este
contexto, deseo renovar el llamamiento a las autoridades estatales
para abolir la pena de muerte allí donde está todavía en vigor, y
considerar la posibilidad de una amnistía.
Respecto
a los emigrantes, quisiera dirigir una invitación a repensar las
legislaciones sobre los emigrantes, para que estén inspiradas en la
voluntad de acogida, en el respeto de los recíprocos deberes y
responsabilidades, y puedan facilitar la integración de los
emigrantes. En esta perspectiva, se debería prestar una atención
especial a las condiciones de residencia de los emigrantes,
recordando que la clandestinidad corre el riesgo de arrastrarles a la
criminalidad.
Deseo,
además, en este Año jubilar, formular un llamamiento urgente a los
responsables de los Estados para hacer gestos concretos en favor de
nuestros hermanos y hermanas que sufren por la falta de trabajo,
tierra y techo. Pienso en la creación de puestos de trabajo digno
para afrontar la herida social de la desocupación, que afecta a un
gran número de familias y de jóvenes y tiene consecuencias
gravísimas sobre toda la sociedad. La falta de trabajo incide
gravemente en el sentido de dignidad y en la esperanza, y puede ser
compensada sólo parcialmente por los subsidios, si bien necesarios,
destinados a los desempleados y a sus familias. Una atención
especial debería ser dedicada a las mujeres —desgraciadamente
todavía discriminadas en el campo del trabajo— y a algunas
categorías de trabajadores, cuyas condiciones son precarias o
peligrosas y cuyas retribuciones no son adecuadas a la importancia de
su misión social.
Por
último, quisiera invitar a realizar acciones eficaces para mejorar
las condiciones de vida de los enfermos, garantizando a todos el
acceso a los tratamientos médicos y a los medicamentos
indispensables para la vida, incluida la posibilidad de atención
domiciliaria.
Los
responsables de los Estados, dirigiendo la mirada más allá de las
propias fronteras, también están llamados e invitados a renovar sus
relaciones con otros pueblos, permitiendo a todos una efectiva
participación e inclusión en la vida de la comunidad internacional,
para que se llegue a la fraternidad también dentro de la familia de
las naciones.
En
esta perspectiva, deseo dirigir un triple llamamiento para que se
evite arrastrar a otros pueblos a conflictos o guerras que destruyen
no sólo las riquezas materiales, culturales y sociales, sino también
—y por mucho tiempo— la integridad moral y espiritual; para
abolir o gestionar de manera sostenible la deuda internacional de los
Estados más pobres; para la adoptar políticas de cooperación que,
más que doblegarse a las dictaduras de algunas ideologías, sean
respetuosas de los valores de las poblaciones locales y que, en
cualquier caso, no perjudiquen el derecho fundamental e inalienable
de los niños por nacer.
Confío
estas reflexiones, junto con los mejores deseos para el nuevo año, a
la intercesión de María Santísima, Madre atenta a las necesidades
de la humanidad, para que nos obtenga de su Hijo Jesús, Príncipe de
la Paz, el cumplimento de nuestras súplicas y la bendición de
nuestro compromiso cotidiano en favor de un mundo fraterno y
solidario''.
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