Ciudad
del Vaticano, 24 febrero 2012
(VIS).-El Santo Padre mantuvo ayer un encuentro con los párrocos y
sacerdotes de la diócesis de Roma, de la que es obispo. Tras la
lectura de un fragmento de la carta de San Pablo a los efesios
(4,1-16), Benedicto XVI glosó el texto directamente.
Escribe
el apóstol: “Os ruego (…) que viváis una vida digna de la
vocación a la que habéis sido llamados, con toda humildad y
mansedumbre, (…) sobrellevándoos unos a otros con caridad,
continuamente dispuestos a conservar la unidad del Espíritu con el
vínculo de la paz”.
El
Papa explicó que la primera llamada que han recibido los sacerdotes
es la del bautismo; la segunda, la vocación de pastores al servicio
de Cristo. “El gran sufrimiento de la Iglesia de hoy en Europa y en
Occidente es la falta de vocaciones sacerdotales; pero el Señor
llama siempre, falta la escucha. Nosotros hemos escuchado su voz y
debemos estar atentos a la voz del Señor también para los demás,
ayudándoles para que la oigan y así la llamada sea aceptada”.
La
primera de las virtudes que debe acompañar la vocación, según
señala San Pablo, es la humildad, la virtud de los seguidores de
Cristo, quien “siendo igual a Dios, se ha humillado, aceptando el
papel de siervo y obedeciendo hasta la cruz. Este es el camino de la
humildad del Hijo que debemos imitar. (…) Lo contrario de la
humildad es la soberbia, raíz de todos los pecados. La soberbia es
arrogancia, quiere sobre todo poder, apariencia (…) no tiene
intención de agradar a Dios, sino de agradarse a sí mismo, de ser
aceptado e incluso venerado por los demás. Pone el 'yo' en el centro
del mundo: se trata del 'yo' soberbio que todo lo sabe. Ser cristiano
quiere decir superar esta tentación originaria, que está en el
núcleo del pecado original: ser como Dios, pero sin Dios”.
Frente
a ello, “la humildad es, sobre todo, verdad (…). Reconociendo que
soy un pensamiento de Dios, de la construcción de su mundo, y soy
insustituible precisamente así, en mi pequeñez, solo de este modo,
soy grande. (…) Aprendamos a ser realistas de esta manera: no
queramos aparentar, sino agradar a Dios y hacer lo que ha pensado de
cada uno de nosotros y para nosotros, y así aceptaremos también a
los demás. (…) Aceptarse a sí mismo y aceptar al otro van juntos:
sólo aceptándome a mí mismo como parte del gran tejido divino
puedo aceptar también a los demás, que forman conmigo la gran
sinfonía de la Iglesia y de la Creación”. Y se aprende también a
aceptar la propia posición en la Iglesia, sabiendo que “cada
pequeño servicio es grande a los ojos de Dios”.
La
falta de humildad destruye la unidad del Cuerpo de Cristo. Asimismo,
la unidad no puede crecer sin el conocimiento de la fe: “Un gran
problema de la Iglesia actual es la falta de conocimiento de la fe,
el 'analfabetismo religioso'. (…) Con este analfabetismo no podemos
crecer. (…) Por eso debemos reapropiarnos de los contenidos de la
fe, no como un paquete de dogmas y mandamientos, sino como una
realidad única que se revela en toda su profundidad y belleza.
Debemos hacer lo posible por actuar una renovación catequística,
para que la fe sea conocida, de modo que Dios sea conocido, Cristo
sea conocido, la verdad sea conocida y crezca la unidad en la
verdad”.
En
este punto, Benedicto XVI advirtió que no se puede vivir en una
“niñez de la fe”: muchos fieles no han ido más allá de la
primera catequesis, con lo que “no pueden exponer como adultos, con
competencia y convicción profunda, la filosofía de la fe, la gran
sabiduría, la racionalidad de la fe” para iluminar a los demás.
Es por ello necesaria una “fe adulta”, que no quiere decir, como
se ha entendido en los últimos decenios, emancipada del Magisterio
de la Iglesia; cuando se abandona el Magisterio, el resultado es “la
dependencia de las opiniones del mundo, de los dictados de los medios
de comunicación”. Por el contrario, la auténtica emancipación
consiste en liberarse de estas opiniones, en la libertad de los hijos
de Dios. “Debemos rezar mucho al Señor para que nos ayude a
emanciparnos y a ser libres en este sentido, con una fe realmente
adulta que pueda ayudar también a los demás a llegar a la verdadera
perfección (…) en comunión con Cristo”.
“Hoy
día, el concepto de verdad está bajo sospecha, porque se asocia al
de violencia. Lamentablemente, en la historia ha habido episodios en
los que se trataba de defender la verdad con la violencia. Sin
embargo, las dos son contrarias. La verdad no se impone con otros
medios que no sean ella misma. Puede llegar solo mediante su propia
luz. Pero tenemos necesidad de la verdad. (…) Sin verdad, nos
quedamos ciegos en el mundo, no tenemos un camino, El gran don de
Cristo es precisamente que vemos el rostro de Dios y (…) conocemos
el fondo, lo esencial de la verdad en Cristo”.
“Donde
está la verdad, nace la caridad -afirmó el Papa para terminar-.
Gracias a Dios, podemos verlo a lo largo de los siglos: a pesar de
los hechos negativos, los frutos de la caridad han estado siempre
presentes en la cristiandad, y están también presentes hoy. Lo
vemos en los mártires, en tantas monjas, frailes y sacerdotes que
sirven humildemente a los pobres, los enfermos, que son presencia de
la caridad de Cristo. Y son así el gran signo de que aquí está la
verdad”.
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