Ciudad
del Vaticano, 10 diciembre 2014
(VIS).-Publicamos a continuación el texto integral del Mensaje del
Santo Padre para la XLVIII Jornada Mundial de la Paz que se celebra
el 1 de enero de 2015 y cuyo tema es ''No esclavos, sino hermanos''.
''Al
comienzo de un nuevo año, que recibimos como una gracia y un don de
Dios a la humanidad, deseo dirigir a cada hombre y mujer, así como a
los pueblos y naciones del mundo, a los jefes de Estado y de
Gobierno, y a los líderes de las diferentes religiones, mis mejores
deseos de paz, que acompaño con mis oraciones por el fin de las
guerras, los conflictos y los muchos de sufrimientos causados por el
hombre o por antiguas y nuevas epidemias, así como por los
devastadores efectos de los desastres naturales. Rezo de modo
especial para que, respondiendo a nuestra común vocación de
colaborar con Dios y con todos los hombres de buena voluntad en la
promoción de la concordia y la paz en el mundo, resistamos a la
tentación de comportarnos de un modo indigno de nuestra humanidad.
En
el mensaje para el 1 de enero pasado, señalé que del ''deseo de una
vida plena… forma parte un anhelo indeleble de fraternidad, que nos
invita a la comunión con los otros, en los que encontramos no
enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer''.
Siendo el hombre un ser relacional, destinado a realizarse en un
contexto de relaciones interpersonales inspiradas por la justicia y
la caridad, es esencial que para su desarrollo se reconozca y respete
su dignidad, libertad y autonomía. Por desgracia, el flagelo cada
vez más generalizado de la explotación del hombre por parte del
hombre daña seriamente la vida de comunión y la llamada a estrechar
relaciones interpersonales marcadas por el respeto, la justicia y la
caridad. Este fenómeno abominable, que pisotea los derechos
fundamentales de los demás y aniquila su libertad y dignidad,
adquiere múltiples formas sobre las que deseo hacer una breve
reflexión, de modo que, a la luz de la Palabra de Dios, consideremos
a todos los hombres ''no esclavos, sino hermanos''.
A
la escucha del proyecto de Dios sobre la humanidad
El
tema que he elegido para este mensaje recuerda la carta de san Pablo
a Filemón, en la que le pide que reciba a Onésimo, antiguo esclavo
de Filemón y que después se hizo cristiano, mereciendo por eso,
según Pablo, que sea considerado como un hermano. Así escribe el
Apóstol de las gentes: ''Quizá se apartó de ti por breve tiempo
para que lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino como
algo mejor que un esclavo, como un hermano querido''. Onésimo se
convirtió en hermano de Filemón al hacerse cristiano. Así, la
conversión a Cristo, el comienzo de una vida de discipulado en
Cristo, constituye un nuevo nacimiento que regenera la fraternidad
como vínculo fundante de la vida familiar y base de la vida social.
En
el libro del Génesis, leemos que Dios creó al hombre, varón y
hembra, y los bendijo, para que crecieran y se multiplicaran : Hizo
que Adán y Eva fueran padres, los cuales, cumpliendo la bendición
de Dios de ser fecundos y multiplicarse, concibieron la primera
fraternidad, la de Caín y Abel. Caín y Abel eran hermanos, porque
vienen del mismo vientre, y por lo tanto tienen el mismo origen,
naturaleza y dignidad de sus padres, creados a imagen y semejanza de
Dios.
Pero
la fraternidad expresa también la multiplicidad y diferencia que hay
entre los hermanos, si bien unidos por el nacimiento y por la misma
naturaleza y dignidad. Como hermanos y hermanas, todas las personas
están por naturaleza relacionadas con las demás, de las que se
diferencian pero con las que comparten el mismo origen, naturaleza y
dignidad. Gracias a ello la fraternidad crea la red de relaciones
fundamentales para la construcción de la familia humana creada por
Dios.
Por
desgracia, entre la primera creación que narra el libro del Génesis
y el nuevo nacimiento en Cristo, que hace de los creyentes hermanos y
hermanas del ''primogénito entre muchos hermanos'', se encuentra la
realidad negativa del pecado, que muchas veces interrumpe la
fraternidad creatural y deforma continuamente la belleza y nobleza
del ser hermanos y hermanas de la misma familia humana. Caín, además
de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el
primer fratricidio. ''El asesinato de Abel por parte de Caín deja
constancia trágicamente del rechazo radical de la vocación a ser
hermanos. Su historia pone en evidencia la dificultad de la tarea a
la que están llamados todos los hombres, vivir unidos, preocupándose
los unos de los otros''.
También
en la historia de la familia de Noé y sus hijos , la maldad de Cam
contra su padre es lo que empuja a Noé a maldecir al hijo
irreverente y bendecir a los demás, que sí lo honraban, dando lugar
a una desigualdad entre hermanos nacidos del mismo vientre.
En
la historia de los orígenes de la familia humana, el pecado de la
separación de Dios, de la figura del padre y del hermano, se
convierte en una expresión del rechazo de la comunión traduciéndose
en la cultura de la esclavitud, con las consecuencias que ello
conlleva y que se perpetúan de generación en generación: rechazo
del otro, maltrato de las personas, violación de la dignidad y los
derechos fundamentales, la institucionalización de la desigualdad.
De ahí la necesidad de convertirse continuamente a la Alianza,
consumada por la oblación de Cristo en la cruz, seguros de que
''donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia... por Jesucristo''
. Él, el Hijo amado , vino a revelar el amor del Padre por la
humanidad. El que escucha el evangelio, y responde a la llamada a la
conversión, llega a ser en Jesús ''hermano y hermana, y madre'' y,
por tanto, hijo adoptivo de su Padre .
No
se llega a ser cristiano, hijo del Padre y hermano en Cristo, por una
disposición divina autoritativa, sin el concurso de la libertad
personal, es decir, sin convertirse libremente a Cristo. El ser hijo
de Dios responde al imperativo de la conversión: ''Convertíos y sea
bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías,
para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu
Santo'' . Todos los que respondieron con la fe y la vida a esta
predicación de Pedro entraron en la fraternidad de la primera
comunidad cristiana: judíos y griegos, esclavos y hombres libres,
cuya diversidad de origen y condición social no disminuye la
dignidad de cada uno, ni excluye a nadie de la pertenencia al Pueblo
de Dios. Por ello, la comunidad cristiana es el lugar de la comunión
vivida en el amor entre los hermanos .
Todo
esto demuestra cómo la Buena Nueva de Jesucristo, por la que Dios
hace ''nuevas todas las cosas'' , también es capaz de redimir las
relaciones entre los hombres, incluida aquella entre un esclavo y su
amo, destacando lo que ambos tienen en común: la filiación adoptiva
y el vínculo de fraternidad en Cristo. El mismo Jesús dijo a sus
discípulos: ''Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo
que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he
oído a mi Padre os lo he dado a conocer'' .
Múltiples
rostros de la esclavitud de entonces y de ahora
Desde
tiempos inmemoriales, las diferentes sociedades humanas conocen el
fenómeno del sometimiento del hombre por parte del hombre. Ha habido
períodos en la historia humana en que la institución de la
esclavitud estaba generalmente aceptada y regulada por el derecho.
Éste establecía quién nacía libre, y quién, en cambio, nacía
esclavo, y en qué condiciones la persona nacida libre podía perder
su libertad u obtenerla de nuevo. En otras palabras, el mismo derecho
admitía que algunas personas podían o debían ser consideradas
propiedad de otra persona, la cual podía disponer libremente de
ellas; el esclavo podía ser vendido y comprado, cedido y adquirido
como una mercancía.
Hoy,
como resultado de un desarrollo positivo de la conciencia de la
humanidad, la esclavitud, crimen de lesa humanidad, está
oficialmente abolida en el mundo. El derecho de toda persona a no ser
sometida a esclavitud ni a servidumbre está reconocido en el derecho
internacional como norma inderogable.
Sin
embargo, a pesar de que la comunidad internacional ha adoptado
diversos acuerdos para poner fin a la esclavitud en todas sus formas,
y ha dispuesto varias estrategias para combatir este fenómeno,
todavía hay millones de personas –niños, hombres y mujeres de
todas las edades– privados de su libertad y obligados a vivir en
condiciones similares a la esclavitud.
Me
refiero a tantos trabajadores y trabajadoras, incluso menores,
oprimidos de manera formal o informal en todos los sectores, desde el
trabajo doméstico al de la agricultura, de la industria
manufacturera a la minería, tanto en los países donde la
legislación laboral no cumple con las mínimas normas y estándares
internacionales, como, aunque de manera ilegal, en aquellos cuya
legislación protege a los trabajadores.
Pienso
también en las condiciones de vida de muchos emigrantes que, en su
dramático viaje, sufren el hambre, se ven privados de la libertad,
despojados de sus bienes o de los que se abusa física y sexualmente.
En aquellos que, una vez llegados a su destino después de un viaje
durísimo y con miedo e inseguridad, son detenidos en condiciones a
veces inhumanas. Pienso en los que se ven obligados a la
clandestinidad por diferentes motivos sociales, políticos y
económicos, y en aquellos que, con el fin de permanecer dentro de la
ley, aceptan vivir y trabajar en condiciones inadmisibles, sobre todo
cuando las legislaciones nacionales crean o permiten una dependencia
estructural del trabajador emigrado con respecto al empleador, como
por ejemplo cuando se condiciona la legalidad de la estancia al
contrato de trabajo... Sí, pienso en el ''trabajo esclavo''.
Pienso
en las personas obligadas a ejercer la prostitución, entre las que
hay muchos menores, y en los esclavos y esclavas sexuales; en las
mujeres obligadas a casarse, en aquellas que son vendidas con vistas
al matrimonio o en las entregadas en sucesión, a un familiar después
de la muerte de su marido, sin tener el derecho de dar o no su
consentimiento.
No
puedo dejar de pensar en los niños y adultos que son víctimas del
tráfico y comercialización para la extracción de órganos, para
ser reclutados como soldados, para la mendicidad, para actividades
ilegales como la producción o venta de drogas, o para formas
encubiertas de adopción internacional.
Pienso
finalmente en todos los secuestrados y encerrados en cautividad por
grupos terroristas, puestos a su servicio como combatientes o, sobre
todo las niñas y mujeres, como esclavas sexuales. Muchos de ellos
desaparecen, otros son vendidos varias veces, torturados, mutilados o
asesinados.
Algunas
causas profundas de la esclavitud
Hoy
como ayer, en la raíz de la esclavitud se encuentra una concepción
de la persona humana que admite el que pueda ser tratada como un
objeto. Cuando el pecado corrompe el corazón humano, y lo aleja de
su Creador y de sus semejantes, éstos ya no se ven como seres de la
misma dignidad, como hermanos y hermanas en la humanidad, sino como
objetos. La persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios,
queda privada de la libertad, mercantilizada, reducida a ser
propiedad de otro, con la fuerza, el engaño o la constricción
física o psicológica; es tratada como un medio y no como un fin.
Junto
a esta causa ontológica –rechazo de la humanidad del otro¬– hay
otras que ayudan a explicar las formas contemporáneas de la
esclavitud. Me refiero en primer lugar a la pobreza, al subdesarrollo
y a la exclusión, especialmente cuando se combinan con la falta de
acceso a la educación o con una realidad caracterizada por las
escasas, por no decir inexistentes, oportunidades de trabajo. Con
frecuencia, las víctimas de la trata y de la esclavitud son personas
que han buscado una manera de salir de un estado de pobreza extrema,
creyendo a menudo en falsas promesas de trabajo, para caer después
en manos de redes criminales que trafican con los seres humanos.
Estas redes utilizan hábilmente las modernas tecnologías
informáticas para embaucar a jóvenes y niños en todas las partes
del mundo.
Entre
las causas de la esclavitud hay que incluir también la corrupción
de quienes están dispuestos a hacer cualquier cosa para
enriquecerse. En efecto, la esclavitud y la trata de personas humanas
requieren una complicidad que con mucha frecuencia pasa a través de
la corrupción de los intermediarios, de algunos miembros de las
fuerzas del orden o de otros agentes estatales, o de diferentes
instituciones, civiles y militares. ''Esto sucede cuando al centro de
un sistema económico está el dios dinero y no el hombre, la persona
humana. Sí, en el centro de todo sistema social o económico, tiene
que estar la persona, imagen de Dios, creada para que fuera el
dominador del universo. Cuando la persona es desplazada y viene el
dios dinero sucede esta trastocación de valores''.
Otras
causas de la esclavitud son los conflictos armados, la violencia, el
crimen y el terrorismo. Muchas personas son secuestradas para ser
vendidas o reclutadas como combatientes o explotadas sexualmente,
mientras que otras se ven obligadas a emigrar, dejando todo lo que
poseen: tierra, hogar, propiedades, e incluso la familia. Éstas
últimas se ven empujadas a buscar una alternativa a esas terribles
condiciones aun a costa de su propia dignidad y supervivencia, con el
riesgo de entrar de ese modo en ese círculo vicioso que las
convierte en víctimas de la miseria, la corrupción y sus
consecuencias perniciosas.
Compromiso
común para derrotar la esclavitud
Con
frecuencia, cuando observamos el fenómeno de la trata de personas,
del tráfico ilegal de los emigrantes y de otras formas conocidas y
desconocidas de la esclavitud, tenemos la impresión de que todo esto
tiene lugar bajo la indiferencia general.
Aunque
por desgracia esto es cierto en gran parte, quisiera mencionar el
gran trabajo silencioso que muchas congregaciones religiosas,
especialmente femeninas, realizan desde hace muchos años en favor de
las víctimas. Estos Institutos trabajan en contextos difíciles, a
veces dominados por la violencia, tratando de romper las cadenas
invisibles que tienen encadenadas a las víctimas a sus traficantes y
explotadores; cadenas cuyos eslabones están hechos de sutiles
mecanismos psicológicos, que convierten a las víctimas en
dependientes de sus verdugos, a través del chantaje y la amenaza, a
ellos y a sus seres queridos, pero también a través de medios
materiales, como la confiscación de documentos de identidad y la
violencia física. La actividad de las congregaciones religiosas se
estructura principalmente en torno a tres acciones: la asistencia a
las víctimas, su rehabilitación bajo el aspecto psicológico y
formativo, y su reinserción en la sociedad de destino o de origen.
Este
inmenso trabajo, que requiere coraje, paciencia y perseverancia,
merece el aprecio de toda la Iglesia y de la sociedad. Pero,
naturalmente, por sí solo no es suficiente para poner fin al flagelo
de la explotación de la persona humana. Se requiere también un
triple compromiso a nivel institucional de prevención, protección
de las víctimas y persecución judicial contra los responsables.
Además, como las organizaciones criminales utilizan redes globales
para lograr sus objetivos, la acción para derrotar a este fenómeno
requiere un esfuerzo conjunto y también global por parte de los
diferentes agentes que conforman la sociedad.
Los
Estados deben vigilar para que su legislación nacional en materia de
migración, trabajo, adopciones, deslocalización de empresas y
comercialización de los productos elaborados mediante la explotación
del trabajo, respete la dignidad de la persona. Se necesitan leyes
justas, centradas en la persona humana, que defiendan sus derechos
fundamentales y los restablezcan cuando son pisoteados, rehabilitando
a la víctima y garantizando su integridad, así como mecanismos de
seguridad eficaces para controlar la aplicación correcta de estas
normas, que no dejen espacio a la corrupción y la impunidad. Es
preciso que se reconozca también el papel de la mujer en la
sociedad, trabajando también en el plano cultural y de la
comunicación para obtener los resultados deseados.
Las
organizaciones intergubernamentales, de acuerdo con el principio de
subsidiariedad, están llamadas a implementar iniciativas coordinadas
para luchar contra las redes transnacionales del crimen organizado
que gestionan la trata de personas y el tráfico ilegal de
emigrantes. Es necesaria una cooperación en diferentes niveles, que
incluya a las instituciones nacionales e internacionales, así como a
las organizaciones de la sociedad civil y del mundo empresarial.
Las
empresas, en efecto, tienen el deber de garantizar a sus empleados
condiciones de trabajo dignas y salarios adecuados, pero también han
de vigilar para que no se produzcan en las cadenas de distribución
formas de servidumbre o trata de personas. A la responsabilidad
social de la empresa hay que unir la responsabilidad social del
consumidor. Pues cada persona debe ser consciente de que ''comprar es
siempre un acto moral, además de económico''.
Las
organizaciones de la sociedad civil, por su parte, tienen la tarea de
sensibilizar y estimular las conciencias acerca de las medidas
necesarias para combatir y erradicar la cultura de la esclavitud.
En
los últimos años, la Santa Sede, acogiendo el grito de dolor de las
víctimas de la trata de personas y la voz de las congregaciones
religiosas que las acompañan hacia su liberación, ha multiplicado
los llamamientos a la comunidad internacional para que los diversos
actores unan sus esfuerzos y cooperen para poner fin a esta plaga.
Además, se han organizado algunos encuentros con el fin de dar
visibilidad al fenómeno de la trata de personas y facilitar la
colaboración entre los diferentes agentes, incluidos expertos del
mundo académico y de las organizaciones internacionales, organismos
policiales de los diferentes países de origen, tránsito y destino
de los migrantes, así como representantes de grupos eclesiales que
trabajan por las víctimas. Espero que estos esfuerzos continúen y
se redoblen en los próximos años.
Globalizar
la fraternidad, no la esclavitud ni la indiferencia
En
su tarea de ''anuncio de la verdad del amor de Cristo en la
sociedad'', la Iglesia se esfuerza constantemente en las acciones de
carácter caritativo partiendo de la verdad sobre el hombre. Tiene la
misión de mostrar a todos el camino de la conversión, que lleve a
cambiar el modo de ver al prójimo, a reconocer en el otro, sea quien
sea, a un hermano y a una hermana en la humanidad; reconocer su
dignidad intrínseca en la verdad y libertad, como nos lo muestra la
historia de Josefina Bakhita, la santa proveniente de la región de
Darfur, en Sudán, secuestrada cuando tenía nueve años por
traficantes de esclavos y vendida a dueños feroces. A través de
sucesos dolorosos llegó a ser ''hija libre de Dios'', mediante la fe
vivida en la consagración religiosa y en el servicio a los demás,
especialmente a los pequeños y débiles. Esta Santa, que vivió
entre los siglos XIX y XX, es hoy un testigo ejemplar de esperanza
para las numerosas víctimas de la esclavitud y un apoyo en los
esfuerzos de todos aquellos que se dedican a luchar contra esta
''llaga en el cuerpo de la humanidad contemporánea, una herida en la
carne de Cristo''.
En
esta perspectiva, deseo invitar a cada uno, según su puesto y
responsabilidades, a realizar gestos de fraternidad con los que se
encuentran en un estado de sometimiento. Preguntémonos, tanto
comunitaria como personalmente, cómo nos sentimos interpelados
cuando encontramos o tratamos en la vida cotidiana con víctimas de
la trata de personas, o cuando tenemos que elegir productos que con
probabilidad podrían haber sido realizados mediante la explotación
de otras personas. Algunos hacen la vista gorda, ya sea por
indiferencia, o porque se desentienden de las preocupaciones diarias,
o por razones económicas. Otros, sin embargo, optan por hacer algo
positivo, participando en asociaciones civiles o haciendo pequeños
gestos cotidianos –que son tan valiosos–, como decir una palabra,
un saludo, un ''buenos días'' o una sonrisa, que no nos cuestan
nada, pero que pueden dar esperanza, abrir caminos, cambiar la vida
de una persona que vive en la invisibilidad, e incluso cambiar
nuestras vidas en relación con esta realidad.
Debemos
reconocer que estamos frente a un fenómeno mundial que sobrepasa las
competencias de una sola comunidad o nación. Para derrotarlo, se
necesita una movilización de una dimensión comparable a la del
mismo fenómeno. Por esta razón, hago un llamamiento urgente a todos
los hombres y mujeres de buena voluntad, y a todos los que, de lejos
o de cerca, incluso en los más altos niveles de las instituciones,
son testigos del flagelo de la esclavitud contemporánea, para que no
sean cómplices de este mal, para que no aparten los ojos del
sufrimiento de sus hermanos y hermanas en humanidad, privados de
libertad y dignidad, sino que tengan el valor de tocar la carne
sufriente de Cristo, que se hace visible a través de los numerosos
rostros de los que él mismo llama ''mis hermanos más pequeños''.
Sabemos
que Dios nos pedirá a cada uno de nosotros: ¿Qué has hecho con tu
hermano?. La globalización de la indiferencia, que ahora afecta a la
vida de tantos hermanos y hermanas, nos pide que seamos artífices de
una globalización de la solidaridad y de la fraternidad, que les dé
esperanza y los haga reanudar con ánimo el camino, a través de los
problemas de nuestro tiempo y las nuevas perspectivas que trae
consigo, y que Dios pone en nuestras manos''.
Vaticano,
8 de diciembre de 2014
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