Ciudad
del Vaticano, 17 de abril 2014 (VIS).-Esta mañana, a las 9.30 en la
Basilica Vaticana, el Papa Francisco ha presidido la Santa Misa
del Crisma, que se celebra hoy, Jueves Santo, en todas las iglesias
catedrales. El Santo Padre ha concelebrado con los cardenales,
obispos y presbíteros (diocesanos y religiosos) presentes en Roma.
Durante la celebración eucarística, los sacerdotes han renovado las
promesas hechas el día de su ordenación y a continuación se ha
procedido a la bendición del óleo de los enfermos, del óleo de los
catecúmenos y del crisma. Después de la proclamación del
evangelio, el Obispo de Roma, ha pronunciado la siguiente homilía:
''En
el Hoy del Jueves Santo, en el que Cristo nos amó hasta el extremo
hacemos memoria del día feliz de la Institución del sacerdocio y
del de nuestra propia ordenación sacerdotal. El Señor nos ha ungido
en Cristo con óleo de alegría y esta unción nos invita a recibir y
hacernos cargo de este gran regalo: la alegría, el gozo sacerdotal.
La alegría del sacerdote es un bien precioso no sólo para él sino
también para todo el pueblo fiel de Dios: ese pueblo fiel del cual
es llamado el sacerdote para ser ungido y al que es enviado para
ungir.
Ungidos
con óleo de alegría para ungir con óleo de alegría. La alegría
sacerdotal tiene su fuente en el Amor del Padre, y el Señor desea
que la alegría de este Amor "esté en nosotros" y "sea
plena". Me gusta pensar la alegría contemplando a Nuestra
Señora: María, la "madre del Evangelio viviente, es manantial
de alegría para los pequeños'' , y creo que no exageramos si
decimos que el sacerdote es una persona muy pequeña: la
inconmensurable grandeza del don que nos es dado para el ministerio
nos relega entre los más pequeños de los hombres. El sacerdote es
el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriquece con su
pobreza, el más inútil siervo si Jesús no lo llama amigo, el más
necio de los hombres si Jesús no lo instruye pacientemente como a
Pedro, el más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo
fortalece en medio del rebaño. Nadie más pequeño que un sacerdote
dejado a sus propias fuerzas; por eso nuestra oración protectora
contra toda insidia del Maligno es la oración de nuestra Madre: soy
sacerdote porque Él miró con bondad mi pequeñez. Y desde esa
pequeñez asumimos nuestra alegría. ¡Alegria en nuestra pequeñez!
Encuentro
tres rasgos significativos en nuestra alegría sacerdotal: es una
alegría que nos unge (no que nos unta y nos vuelve untuosos,
suntuosos y presuntuosos), es una alegría incorruptible y es una
alegría misionera que irradia y atrae a todos, comenzando al revés:
por los más lejanos.
Una
alegría que nos unge. Es decir: penetró en lo íntimo de nuestro
corazón, lo configuró y lo fortaleció sacramentalmente. Los signos
de la liturgia de la ordenación nos hablan del deseo maternal que
tiene la Iglesia de transmitir y comunicar todo lo que el Señor nos
dio: la imposición de manos, la unción con el santo Crisma, el
revestimiento con los ornamentos sagrados, la participación
inmediata en la primera Consagración… La gracia nos colma y se
derrama íntegra, abundante y plena en cada sacerdote. Ungidos hasta
los huesos… y nuestra alegría, que brota desde dentro, es el eco
de esa unción.
Una
alegría incorruptible. La integridad del Don, a la que nadie puede
quitar ni agregar nada, es fuente incesante de alegría: una alegría
incorruptible, que el Señor prometió, que nadie nos la podrá
quitar . Puede estar adormecida o taponada por el pecado o por las
preocupaciones de la vida pero, en el fondo, permanece intacta como
el rescoldo de un tronco encendido bajo las cenizas, y siempre puede
ser renovada. La recomendación de Pablo a Timoteo sigue siendo
actual: Te recuerdo que atices el fuego del don de Dios que hay en ti
por la imposición de mis manos.
Una
alegría misionera. Este tercer rasgo lo quiero compartir y recalcar
especialmente: la alegría del sacerdote está en íntima relación
con el santo pueblo fiel de Dios porque se trata de una alegría
eminentemente misionera. La unción es para ungir al santo pueblo
fiel de Dios: para bautizar y confirmar, para curar y consagrar, para
bendecir, para consolar y evangelizar.
Y
como es una alegría que solo fluye cuando el pastor está en medio
de su rebaño (también en el silencio de la oración, el pastor que
adora al Padre está en medio de sus ovejitas) es una ''alegría
custodiada'' por ese mismo rebaño. Incluso en los momentos de
tristeza, en los que todo parece ensombrecerse y el vértigo del
aislamiento nos seduce, esos momentos apáticos y aburridos que a
veces nos sobrevienen en la vida sacerdotal (y por los que también
yo he pasado), aun en esos momentos el pueblo de Dios es capaz de
custodiar la alegría, es capaz de protegerte, de abrazarte, de
ayudarte a abrir el corazón y reencontrar una renovada alegría.
"Alegría
custodiada" por el rebaño y custodiada también por tres
hermanas que la rodean, la cuidan, la defienden: la hermana pobreza,
la hermana fidelidad y la hermana obediencia.
La
alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la pobreza. El
sacerdote es pobre en alegría meramente humana ¡ha renunciado a
tanto! Y como es pobre, él, que da tantas cosas a los demás, la
alegría tiene que pedírsela al Señor y al pueblo fiel de Dios. No
se la tiene que procurar a sí mismo. Sabemos que nuestro pueblo es
generosísimo en agradecer a los sacerdotes los mínimos gestos de
bendición y de manera especial los sacramentos. Muchos, al hablar de
crisis de identidad sacerdotal, no caen en la cuenta de que la
identidad supone pertenencia. No hay identidad –y por tanto alegría
de ser– sin pertenencia activa y comprometida al pueblo fiel de
Dios El sacerdote que pretende encontrar la identidad sacerdotal
buceando introspectivamente en su interior quizá no encuentre otra
cosa que señales que dicen "salida": sal de ti mismo, sal
en busca de Dios en la adoración, sal y dale a tu pueblo lo que te
fue encomendado, que tu pueblo se encargará de hacerte sentir y
gustar quién eres, cómo te llamas, cuál es tu identidad y te
alegrará con el ciento por uno que el Señor prometió a sus
servidores. Si no sales de ti mismo el óleo se vuelve rancio y la
unción no puede ser fecunda. Salir de sí mismo supone despojo de
sí, entraña pobreza.
La
alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la fidelidad. No
principalmente en el sentido de que seamos todos "inmaculados"
(ojalá con la gracia lo seamos) ya que somos pecadores, pero sí en
el sentido de renovada fidelidad a la única Esposa, a la Iglesia.
Aquí es clave la fecundidad. Los hijos espirituales que el Señor le
da a cada sacerdote, los que bautizó, las familias que bendijo y
ayudó a caminar, los enfermos a los que sostiene, los jóvenes con
los que comparte la catequesis y la formación, los pobres a los que
socorre… son esa "Esposa" a la que le alegra tratar como
predilecta y única amada y serle renovadamente fiel. Es la Iglesia
viva, con nombre y apellido, que el sacerdote pastorea en su
parroquia o en la misión que le fue encomendada, la que lo alegra
cuando le es fiel, cuando hace todo lo que tiene que hacer y deja
todo lo que tiene que dejar con tal de estar firme en medio de las
ovejas que el Señor le encomendó: Apacienta mis ovejas.
La
alegría sacerdotal es una alegría que se hermana a la obediencia.
Obediencia a la Iglesia en la Jerarquía que nos da, por decirlo así,
no sólo el marco más externo de la obediencia: la parroquia a la
que se me envía, las licencias ministeriales, la tarea particular…
sino también la unión con Dios Padre, del que desciende toda
paternidad. Pero también la obediencia a la Iglesia en el servicio:
disponibilidad y prontitud para servir a todos, siempre y de la mejor
manera, a imagen de "Nuestra Señora de la prontitud" que
acude a servir a su prima y está atenta a la cocina de Caná, donde
falta el vino. La disponibilidad del sacerdote hace de la Iglesia
casa de puertas abiertas, refugio de pecadores, hogar para los que
viven en la calle, casa de bondad para los enfermos, campamento para
los jóvenes, aula para la catequesis de los pequeños de primera
comunión…. Donde el pueblo de Dios tiene un deseo o una necesidad,
allí está el sacerdote que sabe oír (ob-audire) y siente un
mandato amoroso de Cristo que lo envía a socorrer con misericordia
esa necesidad o a alentar esos buenos deseos con caridad creativa.
El
que es llamado sea consciente de que existe en este mundo una alegría
genuina y plena: la de ser sacado del pueblo al que uno ama para ser
enviado a él como dispensador de los dones y consuelos de Jesús, el
único Buen Pastor que, compadecido entrañablemente de todos los
pequeños y excluidos de esta tierra que andan agobiados y oprimidos
como ovejas que no tienen pastor, quiso asociar a muchos a su
ministerio para estar y obrar Él mismo, en la persona de sus
sacerdotes, para bien de su pueblo.
En
este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que haga descubrir a
muchos jóvenes ese ardor del corazón que enciende la alegría
apenas uno tiene la audacia feliz de responder con prontitud a su
llamado.
En
este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que cuide el brillo
alegre en los ojos de los recién ordenados, que salen a comerse el
mundo, a desgastarse en medio del pueblo fiel de Dios, que gozan
preparando la primera homilía, la primera misa, el primer bautismo,
la primera confesión… Es la alegría de poder compartir
–maravillados– por vez primera como ungidos, el tesoro del
Evangelio y sentir que el pueblo fiel te vuelve a ungir de otra
manera: con sus pedidos, poniéndote la cabeza para que los bendigas,
tomándote las manos, acercándote a sus hijos, pidiendo por sus
enfermos… Cuida Señor en tus jóvenes sacerdotes la alegría de
salir, de hacerlo todo como nuevo, la alegría de quemar la vida por
ti.
En
este Jueves sacerdotal le pido al Señor Jesús que confirme la
alegría sacerdotal de los que ya tienen varios años de ministerio.
Esa alegría que, sin abandonar los ojos, se sitúa en las espaldas
de los que soportan el peso del ministerio, esos curas que ya le han
tomado el pulso al trabajo, reagrupan sus fuerzas y se rearman:
"cambian el aire", como dicen los deportistas. Cuida Señor
la profundidad y sabia madurez de la alegría de los curas adultos.
Que sepan rezar como Nehemías: "la alegría del Señor es mi
fortaleza".
Por
fin, en este Jueves sacerdotal, pido al Señor Jesús que
resplandezca la alegría de los sacerdotes ancianos, sanos o
enfermos. Es la alegría de la Cruz, que mana de la conciencia de
tener un tesoro incorruptible en una vasija de barro que se va
deshaciendo. Que sepan estar bien en cualquier lado, sintiendo en la
fugacidad del tiempo el gusto de lo eterno (Guardini). Que sientan,
Señor, la alegría de pasar la antorcha, la alegría de ver crecer a
los hijos de los hijos y de saludar, sonriendo y mansamente, las
promesas, en esa esperanza que no defrauda''.
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