Ciudad
del Vaticano, 5 de abril de 2012 (VIS).-Esta mañana, a las 9.30,
Benedicto XVI presidió en la basílica vaticana la Santa Misa del
Crisma, que se celebra el día de Jueves Santo en todas las iglesias
catedrales. Concelebraron con el Santo Padre los cardenales, obispos
y presbíteros -alrededor de 1.600, entre diocesanos y religiosos-
presentes en Roma.
En
el transcurso de la celebración eucarística, los sacerdotes
renuevan las promesas efectuadas en el momento de la ordenación, y
a continuación se bendicen el óleo de los catecúmenos, el aceite
para la unción de los enfermos y el crisma. Siguen extractos de la
homilía pronunciada por el Santo Padre:
“En
esta Santa Misa, nuestra mente retorna hacia aquel momento en el que
el Obispo, por la imposición de las manos y la oración, nos
introdujo en el sacerdocio de Jesucristo, de forma que fuéramos
«santificados en la verdad» como Jesús había pedido al Padre
para nosotros en la oración sacerdotal. Él mismo es la verdad. Nos
ha consagrado, es decir, entregado para siempre a Dios, para que
pudiéramos servir a los hombres partiendo de Dios y por Él. Pero,
¿somos también consagrados en la realidad de nuestra vida? ¿Somos
hombres que obran partiendo de Dios y en comunión con Jesucristo?
(…) Con esto se expresan sobre todo dos cosas: se requiere un
vínculo interior, más aún, una configuración con Cristo y, con
ello, la necesidad de una superación de nosotros mismos, una
renuncia a aquello que es solamente nuestro, a la tan invocada
autorrealización. Se pide que nosotros, que yo, no reclame mi vida
para mí mismo, sino que la ponga a disposición de otro, de Cristo.
Que no me pregunte: ¿Qué gano yo?, sino más bien: ¿Qué puedo dar
yo por Él y también por los demás? O, todavía más concretamente:
¿Cómo debe llevarse a cabo esta configuración con Cristo, que no
domina, sino que sirve; que no recibe, sino que da?; ¿cómo debe
realizarse en la situación a menudo dramática de la Iglesia de hoy?
Recientemente, un grupo de sacerdotes ha publicado en un país
europeo una llamada a la desobediencia, aportando al mismo tiempo
ejemplos concretos de cómo se puede expresar esta desobediencia, que
debería ignorar incluso decisiones definitivas del Magisterio; por
ejemplo, en la cuestión sobre la ordenación de las mujeres, sobre
la que el beato Papa Juan Pablo II ha declarado de manera irrevocable
que la Iglesia no ha recibido del Señor ninguna autoridad sobre
esto”.
“Pero
la desobediencia, ¿es un camino para renovar la Iglesia? Queremos
creer a los autores de esta llamada cuando afirman que les mueve la
solicitud por la Iglesia; su convencimiento de que se deba afrontar
la lentitud de las instituciones con medios drásticos para abrir
caminos nuevos, para volver a poner a la Iglesia a la altura de los
tiempos?. La desobediencia, ¿es verdaderamente un camino? ¿Se puede
ver en esto algo de la configuración con Cristo, que es el
presupuesto de toda renovación, o no es más bien sólo un afán
desesperado de hacer algo, de transformar la Iglesia según nuestros
deseos y nuestras ideas?”
“Pero
no simplifiquemos demasiado el problema. ¿Acaso Cristo no ha
corregido las tradiciones humanas que amenazaban con sofocar la
palabra y la voluntad de Dios? Sí, lo ha hecho para despertar
nuevamente la obediencia a la verdadera voluntad de Dios, a su
palabra siempre válida. A Él le preocupaba precisamente la
verdadera obediencia, frente al arbitrio del hombre. Y no lo
olvidemos: Él era el Hijo, con la autoridad y la responsabilidad
singular de desvelar la auténtica voluntad de Dios, para abrir de
ese modo el camino de la Palabra de Dios al mundo de los gentiles. Y,
en fin, ha concretizado su mandato con la propia obediencia y
humildad hasta la cruz, haciendo así creíble su misión. No mi
voluntad, sino la tuya: ésta es la palabra que revela al Hijo, su
humildad y a la vez su divinidad, y nos indica el camino”.
“Dejémonos
interrogar todavía una vez más. Con estas consideraciones, ¿acaso
no se defiende de hecho el inmovilismo, el agarrotamiento de la
tradición? No. Mirando a la historia de la época post-conciliar, se
puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que
frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de
vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia,
la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo. Y si miramos a
las personas, por las cuales han brotado y brotan estos ríos frescos
de vida, vemos también que, para una nueva fecundidad, es necesario
estar llenos de la alegría de la fe, de la radicalidad de la
obediencia, del dinamismo de la esperanza y de la fuerza del amor”.
“Quisiera
mencionar brevemente todavía dos palabras clave de la renovación de
las promesas sacerdotales, que deberían inducirnos a reflexionar en
este momento de la Iglesia y de nuestra propia vida (…) En el
encuentro de los cardenales con ocasión del último consistorio,
varios Pastores, basándose en su experiencia, han hablado de un
analfabetismo religioso que se difunde en medio de nuestra sociedad
tan inteligente. Los elementos fundamentales de la fe, que antes
sabía cualquier niño, son cada vez menos conocidos. Pero para poder
vivir y amar nuestra fe (…) debemos saber qué es lo que Dios nos
ha dicho; nuestra razón y nuestro corazón han de ser interpelados
por su palabra. El Año de la Fe, el recuerdo de la apertura del
Concilio Vaticano II hace 50 años, debe ser para nosotros una
ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con
una nueva alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos
primaria y fundamentalmente en la Sagrada Escritura, que nunca
leeremos y meditaremos suficientemente. Pero todos tenemos
experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente en
el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón.
Esta ayuda la encontramos en primer lugar en la palabra de la Iglesia
docente: los textos del Concilio Vaticano II y el Catecismo de la
Iglesia Católica son los instrumentos esenciales que nos indican de
modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de
Dios. Y, naturalmente, también forma parte de ellos todo el tesoro
de documentos que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado y que todavía
están lejos de ser aprovechados plenamente”.
“Todo
anuncio nuestro debe confrontarse con la palabra de Jesucristo: «Mi
doctrina no es mía». No anunciamos teorías y opiniones privadas,
sino la fe de la Iglesia, de la cual somos servidores. Pero esto,
naturalmente, en modo alguno significa que yo no sostenga esta
doctrina con todo mi ser y no esté firmemente anclado en ella (...)
Si no nos anunciamos a nosotros mismos e interiormente hemos llegado
a ser uno con Aquél que nos ha llamado como mensajeros suyos, de
manera que estamos modelados por la fe y la vivimos, entonces nuestra
predicación será creíble. No hago publicidad de mí, sino que me
doy a mí mismo”.
“La
última palabra clave a la que quisiera aludir todavía se llama celo
por las almas (…) Es una expresión fuera de moda que ya casi no se
usa hoy. En algunos ambientes, la palabra alma es considerada incluso
un término prohibido, porque – se dice – expresaría un dualismo
entre el cuerpo y el alma, dividiendo falsamente al hombre.
Evidentemente, el hombre es una unidad, destinada a la eternidad en
cuerpo y alma. Pero esto no puede significar que ya no tengamos alma,
un principio constitutivo que garantiza la unidad del hombre en su
vida y más allá de su muerte terrena. Y, como sacerdotes, nos
preocupamos naturalmente por el hombre entero, también por sus
necesidades físicas: de los hambrientos, los enfermos, los sin
techo. Pero no sólo nos preocupamos de su cuerpo, sino también
precisamente de las necesidades del alma del hombre: de las personas
que sufren por la violación de un derecho o por un amor destruido;
de las personas que se encuentran en la oscuridad respecto a la
verdad; que sufren por la ausencia de verdad y de amor. Nos
preocupamos por la salvación de los hombres en cuerpo y alma. Y, en
cuanto sacerdotes de Jesucristo, lo hacemos con celo (...) Las
personas han de percibir nuestro celo, mediante el cual damos un
testimonio creíble del Evangelio de Jesucristo”.
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