Ciudad
del Vaticano, 1 de octubre 2015 (Vis).-Emigrantes y refugiados nos
interpelan. La respuesta del Evangelio de la misericordia es el
título del Mensaje del Santo Padre para la Jornada Mundial del
Emigrante y el Refugiado que se celebrará el próximo 17 de enero de
2016. El documento, que ofrecemos a continuación, está fechado en
el Vaticano el 12 de septiembre, festividad del Santo Nombre de
María.
''En
la bula de convocación al Jubileo Extraordinario de la Misericordia
recordé que ''hay momentos en los que de un modo mucho más intenso
estamos llamados a la mirada fija en la misericordia para poder ser
también nosotros mismos signo eficaz del obrar del Padre'' . En
efecto, el amor de Dios tiende alcanzar a todos y a cada uno,
transformando a aquellos que acojan el abrazo del Padre entre otros
brazos que se abren y se estrechan para que quien sea sepa que es
amado como hijo y se sienta ''en casa'' en la única familia humana.
De este modo, la premura paterna de Dios es solícita para con todos,
como lo hace el pastor con su rebaño, y es particularmente sensible
a las necesidades de la oveja herida, cansada o enferma. Jesucristo
nos habló así del Padre, para decirnos que él se inclina sobre el
hombre llagado por la miseria física o moral y, cuanto más se
agravan sus condiciones, tanto más se manifiesta la eficacia de la
misericordia divina.
En
nuestra época, los flujos migratorios están en continuo aumento en
todas las áreas del planeta: refugiados y personas que escapan de su
propia patria interpelan a cada uno y a las colectividades,
desafiando el modo tradicional de vivir y, a veces, trastornando el
horizonte cultural y social con el cual se confrontan. Cada vez con
mayor frecuencia, las víctimas de la violencia y de la pobreza,
abandonando sus tierras de origen, sufren el ultraje de los
traficantes de personas humanas en el viaje hacia el sueño de un
futuro mejor. Si después sobreviven a los abusos y a las
adversidades, deben hacer cuentas con realidades donde se anidan
sospechas y temores. Además, no es raro que se encuentren con falta
de normas claras y que se puedan poner en práctica, que regulen la
acogida y prevean vías de integración a corto y largo plazo, con
atención a los derechos y a los deberes de todos. Más que en
tiempos pasados, hoy el Evangelio de la misericordia interpela las
conciencias, impide que se habitúen al sufrimiento del otro e indica
caminos de respuesta que se fundan en las virtudes teologales de la
fe, de la esperanza y de la caridad, desplegándose en las obras de
misericordia espirituales y corporales.
Sobre
la base de esta constatación, he querido que la Jornada Mundial del
Emigrante y del Refugiado de 2016 sea dedicada al tema: ''Emigrantes
y refugiados nos interpelan. La respuesta del Evangelio de la
misericordia''. Los flujos migratorios son una realidad estructural y
la primera cuestión que se impone es la superación de la fase de
emergencia para dar espacio a programas que consideren las causas de
las migraciones, de los cambios que se producen y de las
consecuencias que imprimen rostros nuevos a las sociedades y a los
pueblos. Todos los días, sin embargo, las historias dramáticas de
millones de hombres y mujeres interpelan a la Comunidad
internacional, ante la aparición de inaceptables crisis humanitarias
en muchas zonas del mundo. La indiferencia y el silencio abren el
camino a la complicidad cuanto vemos como espectadores a los muertos
por sofocamiento, penurias, violencias y naufragios. Sea de grandes o
pequeñas dimensiones, siempre son tragedias cuando se pierde aunque
sea sólo una vida.
Los
emigrantes son nuestros hermanos y hermanas que buscan una vida mejor
lejos de la pobreza, del hambre, de la explotación y de la injusta
distribución de los recursos del planeta, que deberían ser
divididos ecuamente entre todos. ¿No es tal vez el deseo de cada uno
de ellos el de mejorar las propias condiciones de vida y el de
obtener un honesto y legítimo bienestar para compartir con las
personas que aman?
En
este momento de la historia de la humanidad, fuertemente marcado por
las migraciones, la identidad no es una cuestión de importancia
secundaria. Quien emigra, de hecho, es obligado a modificar algunos
aspectos que definen a la propia persona e, incluso en contra de su
voluntad, obliga al cambio también a quien lo acoge. ¿Cómo vivir
estos cambios de manera que no se conviertan en obstáculos para el
auténtico desarrollo, sino que sean oportunidades para un auténtico
crecimiento humano, social y espiritual, respetando y promoviendo los
valores que hacen al hombre cada vez más hombre en la justa relación
con Dios, con los otros y con la creación?
En
efecto, la presencia de los emigrantes y de los refugiados interpela
seriamente a las diversas sociedades que los acogen. Estas deben
afrontar los nuevos hechos, que pueden verse como imprevistos si no
son adecuadamente motivados, administrados y regulados. ¿Cómo hacer
de modo que la integración sea una experiencia enriquecedora para
ambos, que abra caminos positivos a las comunidades y prevenga el
riesgo de la discriminación, del racismo, del nacionalismo extremo o
de la xenofobia?
La
revelación bíblica anima a la acogida del extranjero, motivándola
con la certeza de que haciendo eso se abren las puertas a Dios, y en
el rostro del otro se manifiestan los rasgos de Jesucristo. Muchas
instituciones, asociaciones, movimientos, grupos comprometidos,
organismos diocesanos, nacionales e internacionales viven el asombro
y la alegría de la fiesta del encuentro, del intercambio y de la
solidaridad. Ellos han reconocido la voz de Jesucristo: ''Mira, que
estoy a la puerta y llamo''. Y, sin embargo, no cesan de
multiplicarse los debates sobre las condiciones y los límites que se
han de poner a la acogida, no sólo en las políticas de los
Estados, sino también en algunas comunidades parroquiales que ven
amenazada la tranquilidad tradicional.
Ante
estas cuestiones, ¿cómo puede actuar la Iglesia si no inspirándose
en el ejemplo y en las palabras de Jesucristo? La respuesta del
Evangelio es la misericordia.
En
primer lugar, ésta es don de Dios Padre revelado en el Hijo: la
misericordia recibida de Dios, en efecto, suscita sentimientos de
alegre gratitud por la esperanza que nos ha abierto al misterio de la
redención en la sangre de Cristo. Alimenta y robustece, además, la
solidaridad hacia el prójimo como exigencia de respuesta al amor
gratuito de Dios, ''que fue derramado en nuestros corazones por medio
del Espíritu Santo'' . Así mismo, cada uno de nosotros es
responsable de su prójimo: somos custodios de nuestros hermanos y
hermanas, donde quiera que vivan. El cuidar las buenas relaciones
personales y la capacidad de superar prejuicios y miedos son
ingredientes esenciales para cultivar la cultura del encuentro, donde
se está dispuesto no sólo a dar, sino también a recibir de los
otros. La hospitalidad, de hecho, vive del dar y del recibir.
En
esta perspectiva, es importante mirar a los emigrantes no solamente
en función de su condición de regularidad o de irregularidad, sino
sobre todo como personas que, tuteladas en su dignidad, pueden
contribuir al bienestar y al progreso de todos, de modo particular
cuando asumen responsablemente los deberes en relación con quien los
acoge, respetando con reconocimiento el patrimonio material y
espiritual del país que los hospeda, obedeciendo sus leyes y
contribuyendo a sus costes. A pesar de todo, no se pueden reducir las
migraciones a su dimensión política y normativa, a las
implicaciones económicas y a la mera presencia de culturas
diferentes en el mismo territorio. Estos aspectos son complementarios
a la defensa y a la promoción de la persona humana, a la cultura
del encuentro entre pueblos y de la unidad, donde el Evangelio de la
misericordia inspira y anima itinerarios que renuevan y transforman a
toda la humanidad.
La
Iglesia apoya a todos los que se esfuerzan por defender los derechos
de todos a vivir con dignidad, sobre todo ejerciendo el derecho a no
tener que emigrar para contribuir al desarrollo del país de origen.
Este proceso debería incluir, en su primer nivel, la necesidad de
ayudar a los países del cual salen los emigrantes y los prófugos.
Así se confirma que la solidaridad, la cooperación, la
interdependencia internacional y la ecua distribución de los bienes
de la tierra son elementos fundamentales para actuar en profundidad y
de manera incisiva sobre todo en las áreas de donde parten los
flujos migratorios, de tal manera que cesen las necesidades que
inducen a las personas, de forma individual o colectiva, a abandonar
el propio ambiente natural y cultural. En todo caso, es necesario
evitar, posiblemente ya en su origen, la huida de los prófugos y los
éxodos provocados por la pobreza, por la violencia y por la
persecución.
Sobre
esto es indispensable que la opinión pública sea informada de forma
correcta, incluso para prevenir miedos injustificados y
especulaciones a costa de los migrantes.
Nadie
puede fingir de no sentirse interpelado por las nuevas formas de
esclavitud gestionada por organizaciones criminales que venden y
compran a hombres, mujeres y niños como trabajadores en la
construcción, en la agricultura, en la pesca y en otros ámbitos del
mercado. Cuántos menores son aún hoy obligados a alistarse en las
milicias que los transforman en niños soldados. Cuántas personas
son víctimas del tráfico de órganos, de la mendicidad forzada y de
la explotación sexual. Los prófugos de nuestro tiempo escapan de
estos crímenes aberrantes, que interpelan a la Iglesia y a la
comunidad humana, de manera que ellos puedan ver en las manos
abiertas de quien los acoge el rostro del Señor ''Padre
misericordioso y Dios de toda consolación'' .
Queridos
hermanos y hermanas emigrantes y refugiados. En la raíz del
Evangelio de la misericordia el encuentro y la acogida del otro se
entrecruzan con el encuentro y la acogida de Dios: Acoger al otro es
acoger a Dios en persona. No se dejen robar la esperanza y la alegría
de vivir que brotan de la experiencia de la misericordia de Dios, que
se manifiesta en las personas que encuentran a lo largo de su camino.
Los encomiendo a la Virgen María, Madre de los emigrantes y de los
refugiados, y a san José, que vivieron la amargura de la emigración
a Egipto. Encomiendo también a su intercesión a quienes dedican
energía, tiempo y recursos al cuidado, tanto pastoral como social,
de las migraciones. Sobre todo, les imparto de corazón la Bendición
Apostólica''.
No hay comentarios:
Publicar un comentario