Ciudad
del Vaticano, 10 de julio de 2015 (Vis).-El evento que cerró ayer
la jornada del Papa en Santa Cruz de la Sierra fue su participación
en el II Encuentro Mundial de los Movimientos Populares, organizado
en colaboración con el Pontificio Consejo Justicia y Paz y la
Pontificia Academia de las Ciencias Sociales al que asisten delegados
de los movimientos populares de todo el mundo: trabajadores precarios
y de la economía informal, campesinos sin tierras, ''villeros''
(habitantes de los barrios pobres), indígenas, inmigrantes, además
de representantes de movimientos sociales.
También
estaban presentes el cardenal Peter Kodwo AppiahTurkson, Presidente
de Justicia y Paz y monseñor Marcelo Sánchez Sorondo, canciller de
la Pontificia Academia. El primer Encuentro tuvo lugar en el Vaticano
en octubre de 2014 y a él asistió el Presidente de Bolivia Evo
Morales que ayer también pronunció un discurso en el recinto de la
Expo Feria, sede del evento en el que participaron tres mil personas.
Publicamos
el texto integral del discurso pronunciado por el Papa Francisco
''Hace
algunos meses nos reunimos en Roma y tengo presente ese primer
encuentro nuestro. Durante este tiempo los he llevado en mi corazón
y en mis oraciones. Y me alegra verlos de nuevo aquí, debatiendo los
mejores caminos para superar las graves situaciones de injusticia que
sufren los excluidos en todo el mundo. Gracias Señor Presidente Evo
Morales por acompañar tan decididamente este Encuentro.
Aquella
vez en Roma sentí algo muy lindo: fraternidad, garra, entrega, sed
de justicia. Hoy, en Santa Cruz de la Sierra, vuelvo a sentir lo
mismo. Gracias por eso. También he sabido por medio del Pontificio
Consejo Justicia y Paz, que preside el Cardenal Turkson, que son
muchos en la Iglesia los que se sienten más cercanos a los
movimientos populares. ¡Me alegra tanto! Ver la Iglesia con las
puertas abiertas a todos Ustedes, que se involucre, acompañe y logre
sistematizar en cada diócesis, en cada Comisión de Justicia y Paz,
una colaboración real, permanente y comprometida con los movimientos
populares. Los invito a todos, Obispos, sacerdotes y laicos, junto a
las organizaciones sociales de las periferias urbanas y rurales, a
profundizar ese encuentro.
Dios
permite que hoy nos veamos otra vez. La Biblia nos recuerda que Dios
escucha el clamor de su pueblo y quisiera yo también volver a unir
mi voz a la de Ustedes: las famosas tres ''t'', tierra, techo y
trabajo para todos nuestros hermanos y hermanas. Lo dije y lo repito:
son derechos sagrados. Vale la pena, vale la pena luchar por ellos.
Que el clamor de los excluidos se escuche en América Latina y en
toda la tierra.
Primero
de todo. Empecemos reconociendo que necesitamos un cambio. Quiero
aclarar, para que no haya malos entendidos, que hablo de los
problemas comunes de todos los latinoamericanos y, en general,
también de toda la humanidad. Problemas que tienen una matriz global
y que hoy ningún Estado puede resolver por sí mismo. Hecha esta
aclaración, propongo que nos hagamos estas preguntas:
-
¿Reconocemos, en serio, que las cosas no andan bien en un mundo
donde hay tantos campesinos sin tierra, tantas familias sin techo,
tantos trabajadores sin derechos, tantas personas heridas en su
dignidad?
-
¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando estallan tantas
guerras sin sentido y la violencia fratricida se adueña hasta de
nuestros barrios? ¿Reconocemos que las cosas no andan bien cuando el
suelo, el agua, el aire y todos los seres de la creación están bajo
permanente amenaza?
Entonces,
si reconocemos esto, digámoslo sin miedo: necesitamos y queremos un
cambio.
Ustedes
–en sus cartas y en nuestros encuentros – me han relatado las
múltiples exclusiones e injusticias que sufren en cada actividad
laboral, en cada barrio, en cada territorio. Son tantas y tan
diversas como tantas y diversas sus formas de enfrentarlas. Hay, sin
embargo, un hilo invisible que une cada una de las exclusiones. No
están aisladas, están unidas por un hilo invisible. ¿Podemos
reconocerlo? Porque no se trata de esas cuestiones aisladas. Me
pregunto si somos capaces de reconocer que esas realidades
destructoras responden a un sistema que se ha hecho global.
¿Reconocemos que esesistema ha impuesto la lógica de las ganancias
a cualquier costo sin pensar en la exclusión social o la destrucción
de la naturaleza?
Si
esto es así, insisto, digámoslo sin miedo: queremos un cambio, un
cambio real, un cambio de estructuras. Este sistema ya no se aguanta,
no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo
aguantan las comunidades, no lo aguantan los Pueblos… Y tampoco lo
aguanta la Tierra, la hermana Madre Tierra como decía San Francisco.
Queremos
un cambio en nuestras vidas, en nuestros barrios, en el pago chico,
en nuestra realidad más cercana; también un cambio que toque al
mundo entero porque hoy la interdependencia planetaria requiere
respuestas globales a los problemas locales. La globalización de la
esperanza, que nace de los Pueblos y crece entre los pobres, debe
sustituir esta globalización de la exclusión y de la indiferencia.
Quisiera
hoy reflexionar con Ustedes sobre el cambio que queremos y
necesitamos. Ustedes saben que escribí recientemente sobre los
problemas del cambio climático. Pero, esta vez, quiero hablar de un
cambio en el otro sentido. Un cambio positivo, un cambio que nos haga
bien, un cambio –podríamos decir– redentor. Porque lo
necesitamos. Sé que Ustedes buscan un cambio y no sólo ustedes: en
los distintos encuentros, en los distintos viajes he comprobado que
existe una espera, una fuerte búsqueda, un anhelo de cambio en todos
los Pueblos del mundo. Incluso dentro de esa minoría cada vez más
reducida que cree beneficiarse con este sistema reina la
insatisfacción y especialmente la tristeza. Muchos esperan un cambio
que los libere de esa tristeza individualista que esclaviza.
El
tiempo, hermanos, hermanas, el tiempo parece que se estuviera
agotando; no alcanzó el pelearnos entre nosotros, sino que hasta nos
ensañamos con nuestra casa. Hoy la comunidad científica acepta lo
que hace ya desde mucho tiempo denuncian los humildes: se están
produciendo daños tal vez irreversibles en el ecosistema. Se está
castigando a la tierra, a los pueblos y a las personas de un modo
casi salvaje. Y detrás de tanto dolor, tanta muerte y destrucción,
se huele el tufo de eso que Basilio de Cesarea –uno de los primeros
teólogos de la Iglesia- llamaba ''el estiércol del diablo''. La
ambición desenfrenada de dinero que gobierna. Ese es ''el estiércol
del diablo''. El servicio para el bien común queda relegado. Cuando
el capital se convierte en ídolo y dirige las opciones de los seres
humanos, cuando la avidez por el dinero tutela todo el sistema
socioeconómico, arruina la sociedad, condena al hombre, lo convierte
en esclavo, destruye la fraternidad interhumana, enfrenta pueblo
contra pueblo y, como vemos, incluso pone en riesgo esta nuestra casa
común, la hermana y madre tierra.
No
quiero extenderme describiendo los efectos malignos de esta sutil
dictadura: ustedes los conocen. Tampoco basta con señalar las causas
estructurales del drama social y ambiental contemporáneo. Sufrimos
cierto exceso de diagnóstico que a veces nos lleva a un pesimismo
charlatán o a regodearnos en lo negativo. Al ver la crónica negra
de cada día, creemos que no hay nada que se puede hacer salvo
cuidarse a uno mismo y al pequeño círculo de la familia y los
afectos.
¿Qué
puedo hacer yo, cartonero, catadora, pepenador, recicladora frente a
tantos problemas si apenas gano para comer? ¿Qué puedo hacer yo
artesano, vendedor ambulante, transportista, trabajador excluido si
ni siquiera tengo derechos laborales? ¿Qué puedo hacer yo,
campesina, indígena, pescador que apenas puedo resistir el
avasallamiento de las grandes corporaciones? ¿Qué puedo hacer yo
desde mi villa, mi chabola, mi población, mi rancherío cuando soy
diariamente discriminado y marginado? ¿Qué puede hacer ese
estudiante, ese joven, ese militante, ese misionero que patea las
barriadas y los parajes con el corazón lleno de sueños pero casi
sin ninguna solución para sus problemas? Pueden hacer mucho. Pueden
hacer mucho. Ustedes, los más humildes, los explotados, los pobres y
excluidos, pueden y hacen mucho. Me atrevo a decirles que el futuro
de la humanidad está, en gran medida, en sus manos, en su capacidad
de organizarse y promover alternativas creativas, en la búsqueda
cotidiana de ''las tres t'', ¿de acuerdo? (trabajo, techo, y tierra)
y también, en su participación protagónica en los grandes procesos
de cambio, cambios nacionales, cambios regionales y cambios
mundiales. ¡No se achiquen!
Segundo.
Ustedes son sembradores de cambio. Aquí en Bolivia he escuchado una
frase que me gusta mucho: ''proceso de cambio''. El cambio concebido
no como algo que un día llegará porque se impuso tal o cual opción
política o porque se instauró tal o cual estructura social.
Dolorosamente sabemos que un cambio de estructuras que no viene
acompañado de una sincera conversión de las actitudes y del corazón
termina a la larga o a la corta por burocratizarse, corromperse y
sucumbir. Hay que cambiar el corazón. Por eso me gusta tanto la
imagen del proceso, los procesos, donde la pasión por sembrar, por
regar serenamente lo que otros verán florecer, remplaza la ansiedad
por ocupar todos los espacios de poder disponibles y ver resultados
inmediatos. La opción es por generar procesos y no por ocupar
espacios .Cada uno de nosotros no es más que parte de un todo
complejo y diverso interactuando en el tiempo: pueblos que luchan por
una significación, por un destino, por vivir con dignidad, por
''vivir bien'', dignamente, en ese sentido.
Ustedes,
desde los movimientos populares, asumen las labores de siempre
motivados por el amor fraterno que se revela contra la injusticia
social. Cuando miramos el rostro de los que sufren, el rostro del
campesino amenazado, del trabajador excluido, del indígena oprimido,
de la familia sin techo, del migrante perseguido, del joven
desocupado, del niño explotado, de la madre que perdió a su hijo en
un tiroteo porque el barrio fue copado por el narcotráfico, del
padre que perdió a su hija porque fue sometida a la esclavitud;
cuando recordamos esos ''rostros y esos nombres'' se nos estremecen
las entrañas frente a tanto dolor y nos conmovemos, todos nos
conmovemos… Porque ''hemos visto y oído'', no la fría estadística
sino las heridas de la humanidad doliente, nuestras heridas, nuestra
carne. Eso es muy distinto a la teorización abstracta o la
indignación elegante. Eso nos conmueve, nos mueve y buscamos al otro
para movernos juntos. Esa emoción hecha acción comunitaria no se
comprende únicamente con la razón: tiene un plus de sentido que
sólo los pueblos entienden y que da su mística particular a los
verdaderos movimientos populares.
Ustedes
viven cada día, empapados, en el nudo de la tormenta humana. Me han
hablado de sus causas, me han hecho parte de sus luchas, ya desde
Buenos Aires, y yo se los agradezco. Ustedes, queridos hermanos,
trabajan muchas veces en lo pequeño, en lo cercano, en la realidad
injusta que se les impuso y a la que no se resignan, oponiendo una
resistencia activa al sistema idolátrico que excluye, degrada y
mata. Los he visto trabajar incansablemente por la tierra y la
agricultura campesina, por sus territorios y comunidades, por la
dignificación de la economía popular, por la integración urbana de
sus villas y asentamientos, por la autoconstrucción de viviendas y
el desarrollo de infraestructura barrial, y en tantas actividades
comunitarias que tienden a la reafirmación de algo tan elemental e
innegablemente necesario como el derecho a ''las tres t'': tierra,
techo y trabajo.
Ese
arraigo al barrio, a la tierra, al oficio, al gremio, ese reconocerse
en el rostro del otro, esa proximidad del día a día, con sus
miserias, porque las hay, las tenemos, y sus heroísmos cotidianos,
es lo que permite ejercer el mandato del amor, no a partir de ideas o
conceptos sino a partir del encuentro genuino entre personas,
necesitamos instaurar esta cultura del encuentro, porque ni los
conceptos ni las ideas se aman, nadie ama un concepto, nadie ama una
idea; se aman las personas. La entrega, la verdadera entrega surge
del amor a hombres y mujeres, niños y ancianos, pueblos y
comunidades… rostros, rostros y nombres que llenan el corazón. De
esas semillas de esperanza sembradas pacientemente en las periferias
olvidadas del planeta, de esos brotes de ternura que lucha por
subsistir en la oscuridad de la exclusión, crecerán árboles
grandes, surgirán bosques tupidos de esperanza para oxigenar este
mundo.
Veo
con alegría que ustedes trabajan en lo cercano, cuidando los brotes;
pero, a la vez, con una perspectiva más amplia, protegiendo la
arboleda. Trabajan en una perspectiva que no sólo aborda la realidad
sectorial que cada uno de ustedes representa y a la que felizmente
está arraigado, sino que también buscan resolver de raíz los
problemas generales de pobreza, desigualdad y exclusión.
Los
felicito por eso. Es imprescindible que, junto a la reivindicación
de sus legítimos derechos, los Pueblos y sus organizaciones sociales
construyan una alternativa humana a la globalización excluyente.
Ustedes son sembradores del cambio. Que Dios les dé coraje, les de
alegría, les de perseverancia y pasión para seguir sembrando.
Tengan la certeza que tarde o temprano vamos de ver los frutos. A los
dirigentes les pido: sean creativos y nunca pierdan el arraigo a lo
cercano, porque el padre de la mentira sabe usurpar palabras nobles,
promover modas intelectuales y adoptar poses ideológicas, pero si
ustedes construyen sobre bases sólidas, sobre las necesidades reales
y la experiencia viva de sus hermanos, de los campesinos e indígenas,
de los trabajadores excluidos y las familias marginadas, seguramente
no se van a equivocar.
La
Iglesia no puede ni debe estar ajena a este proceso en el anuncio
del Evangelio. Muchos sacerdotes y agentes pastorales cumplen una
enorme tarea acompañando y promoviendo a los excluidos de todo el
mundo, junto a cooperativas, impulsando emprendimientos, construyendo
viviendas, trabajando abnegadamente en los campos de la salud, el
deporte y la educación. Estoy convencido que la colaboración
respetuosa con los movimientos populares puede potenciar estos
esfuerzos y fortalecer los procesos de cambio.
Y
tengamos siempre en el corazón a la Virgen María, una humilde
muchacha de un pequeño pueblo perdido en la periferia de un gran
imperio, una madre sin techo que supo transformar una cueva de
animales en la casa de Jesús con unos pañales y una montaña de
ternura. María es signo de esperanza para los pueblos que sufren
dolores de parto hasta que brote la justicia Yo rezo a la Virgen
María, tan venerada por el pueblo boliviano se confía con fervor,
para que permita que este Encuentro nuestro sea fermento de cambio.
Tercero.
Por último quisiera que pensemos juntos algunas tareas importantes
para este momento histórico, porque queremos un cambio positivo para
el bien de todos nuestros hermanos y hermanas, eso lo sabemos.
Queremos un cambio que se enriquezca con el trabajo mancomunado de
los gobiernos, los movimientos populares y otras fuerzas sociales,
eso también lo sabemos. Pero no es tan fácil definir el contenido
del cambio, podría decirse, el programa social que refleje este
proyecto de fraternidad y justicia que esperamos, no es fácil de
definirlo. En ese sentido, no esperen de este Papa una receta. Ni el
Papa ni la Iglesia tienen el monopolio de la interpretación de la
realidad social ni la propuesta de soluciones a problemas
contemporáneos. Me atrevería a decir que no existe una receta. La
historia la construyen las generaciones que se suceden en el marco de
pueblos que marchan buscando su propio camino y respetando los
valores que Dios puso en el corazón.
Quisiera,
sin embargo, proponer tres grandes tareas que requieren el decisivo
aporte del conjunto de los movimientos populares.
La
primera tarea es poner la economía al servicio de los Pueblos: Los
seres humanos y la naturaleza no deben estar al servicio del dinero.
Digamos NO a una economía de exclusión e inequidad donde el dinero
reina en lugar de servir. Esa economía mata. Esa economía excluye.
Esa economía destruye la Madre Tierra.
La
economía no debería ser un mecanismo de acumulación sino la
adecuada administración de la casa común. Eso implica cuidar
celosamente la casa y distribuir adecuadamente los bienes entre
todos. Su objeto no es únicamente asegurar la comida o un ''decoroso
sustento''. Ni siquiera, aunque ya sería un gran paso, garantizar el
acceso a ''las tres t'' por las que ustedes luchan. Una economía
verdaderamente comunitaria, podría decir, una economía de
inspiración cristiana, debe garantizar a los pueblos dignidad,
''prosperidad sin exceptuar bien alguno'' .Esta última frase la dijo
el Papa Juan XXIII hace cincuenta años. Jesús dice en el Evangelio
que aquél que le dé espontáneamente un vaso de agua al que tiene
sed, le será tenido en cuenta en el Reino de los Cielos. Esto
implica ''las tres t'', pero también acceso a la educación, la
salud, la inovación, las manifestaciones artísticas y culturales,
la comunicación, el deporte y la recreación. Una economía justa
debe crear las condiciones para que cada persona pueda gozar de una
infancia sin carencias, desarrollar sus talentos durante la juventud,
trabajar con plenos derechos durante los años de actividad y acceder
a una digna jubilación en la ancianidad. Es una economía donde el
ser humano en armonía con la naturaleza, estructura todo el sistema
de producción y distribución para que las capacidades y las
necesidades de cada uno encuentren un cauce adecuado en el ser
social. Ustedes, y también otros pueblos, resumen este anhelo de una
manera simple y bella: ''vivir bien'', que no es lo mismo de
''pasarla bien''.
Esta
economía no es sólo deseable y necesaria sino también es posible.
No es una utopía ni una fantasía. Es una perspectiva extremadamente
realista. Podemos lograrlo. Los recursos disponibles en el mundo,
fruto del trabajo intergeneracional de los pueblos y los dones de la
creación, son más que suficientes para el desarrollo integral de
''todos los hombres y de todo el hombre''. El problema, en cambio, es
otro. Existe un sistema con otros objetivos. Un sistema que además
de acelerar irresponsablemente los ritmos de la producción, además
de implementar métodos en la industria y la agricultura que dañan a
la Madre Tierra en aras de la ''productividad'', sigue negándoles a
miles de millones de hermanos los más elementales derechos
económicos, sociales y culturales. Ese sistema atenta contra el
proyecto de Jesús, contra la Buena Noticia que trajo Jesús.
La
distribución justa de los frutos de la tierra y el trabajo humano no
es mera filantropía. Es un deber moral. Para los cristianos, la
carga es aún más fuerte: es un mandamiento. Se trata de devolverles
a los pobres y a los pueblos lo que les pertenece. El destino
universal de los bienes no es un adorno discursivo de la doctrina
social de la Iglesia. Es una realidad anterior a la propiedad
privada. La propiedad, muy en especial cuando afecta los recursos
naturales, debe estar siempre en función de las necesidades de los
pueblos. Y estas necesidades no se limitan al consumo. No basta con
dejar caer algunas gotas cuando lo pobres agitan esa copa que nunca
derrama por si sola. Los planes asistenciales que atienden ciertas
urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras,
coyunturales. Nunca podrían sustituir la verdadera inclusión: ésa
que da el trabajo digno, libre, creativo, participativo y solidario.
Y
en este camino, los movimientos populares tienen un rol esencial, no
sólo exigiendo y reclamando, sino fundamentalmente creando. Ustedes
son poetas sociales: creadores de trabajo, constructores de
viviendas, productores de alimentos, sobre todo para los descartados
por el mercado mundial.
He
conocido de cerca distintas experiencias donde los trabajadores
unidos en cooperativas y otras formas de organización comunitaria
lograron crear trabajo donde sólo había sobras de la economía
idolátrica. Y vi que algunos están aquí. Las empresas recuperadas,
las ferias francas y las cooperativas de cartoneros son ejemplos de
esa economía popular que surge de la exclusión y, de a poquito, con
esfuerzo y paciencia, adopta formas solidarias que la dignifican. Y
¡qué distinto es eso a que los descartados por el mercado formal
sean explotados como esclavos!
Los
gobiernos que asumen como propia la tarea de poner la economía al
servicio de los pueblos deben promover el fortalecimiento,
mejoramiento, coordinación y expansión de estas formas de economía
popular y producción comunitaria. Esto implica mejorar los procesos
de trabajo, proveer infraestructura adecuada y garantizar plenos
derechos a los trabajadores de este sector alternativo. Cuando Estado
y organizaciones sociales asumen juntos la misión de ''las tres T''
se activan los principios de solidaridad y subsidiariedad que
permiten edificar el bien común en una democracia plena y
participativa.
La
segunda tarea es unir nuestros Pueblos en el camino de la paz y la
justicia.
Los
pueblos del mundo quieren ser artífices de su propio destino.
Quieren transitar en paz su marcha hacia la justicia. No quieren
tutelajes ni injerencias donde el más fuerte subordina al más
débil. Quieren que su cultura, su idioma, sus procesos sociales y
tradiciones religiosas sean respetados. Ningún poder fáctico o
constituido tiene derecho a privar a los países pobres del pleno
ejercicio de su soberanía y, cuando lo hacen, vemos nuevas formas de
colonialismo que afectan seriamente las posibilidades de paz y de
justicia porque ''la paz se funda no sólo en el respeto de los
derechos del hombre, sino también en los derechos de los pueblos
particularmente el derecho a la independencia''. Los pueblos de
Latinoamérica parieron dolorosamente su independencia política y,
desde entonces llevan casi dos siglos de una historia dramática y
llena de contradicciones intentando conquistar una independencia
plena.
En
estos últimos años, después de tantos desencuentros, muchos países
latinoamericanos han visto crecer la fraternidad entre sus pueblos.
Los gobiernos de la Región aunaron esfuerzos para hacer respetar su
soberanía, la de cada país, y la del conjunto regional, que tan
bellamente, como nuestros Padres de antaño, llaman la ''Patria
Grande''. Les pido a ustedes, hermanos y hermanas de los movimientos
populares, que cuiden y acrecienten esta unidad. Mantener la unidad
frente a todo intento de división es necesario para que la región
crezca en paz y justicia.
A
pesar de estos avances, todavía subsisten factores que atentan
contra este desarrollo humano equitativo y coartan la soberanía de
los países de la ''Patria Grande'' y otras latitudes del planeta. El
nuevo colonialismo adopta diversas fachadas. A veces, es el poder
anónimo del ídolo dinero: corporaciones, prestamistas, algunos
tratados denominados de ''libres libre comercio'' y la imposición de
medidas de ''austeridad'' que siempre ajustan el cinturón de los
trabajadores y de los pobres. Los obispos latinoamericanos lo
denunciamos con total claridad en el documento de Aparecida cuando se
afirman que ''las instituciones financieras y las empresas
transnacionales se fortalecen al punto de subordinar las economías
locales, sobre todo, debilitando a los Estados, que aparecen cada vez
más impotentes para llevar adelante proyectos de desarrollo al
servicio de sus poblaciones'' . En otras ocasiones, bajo el noble
ropaje de la lucha contra la corrupción, el narcotráfico o el
terrorismo –graves males de nuestros tiempos que requieren una
acción internacional coordinada– vemos que se impone a los Estados
medidas que poco tienen que ver con la resolución de esas
problemáticas y muchas veces empeora las cosas.
Del
mismo modo, la concentración monopólica de los medios de
comunicación social que pretende imponer pautas alienantes de
consumo y cierta uniformidad cultural es otra de las formas que
adopta el nuevo colonialismo. Es el colonialismo ideológico. Como
dicen los Obispos de Africa, muchas veces se pretende convertir a los
países pobres en ''piezas de un mecanismo y de un engranaje
gigantesco''
Hay
que reconocer que ninguno de los graves problemas de la humanidad se
puede resolver sin interacción entre los Estados y los pueblos a
nivel internacional. Todo acto de envergadura realizado en una parte
del planeta repercute en el todo en términos económicos,
ecológicos, sociales y culturales. Hasta el crimen y la violencia se
han globalizado. Por ello ningún gobierno puede actuar al margen de
una responsabilidad común. Si realmente queremos un cambio positivo,
tenemos que asumir humildemente nuestra interdependencia, es decir,
nuestra sana interdependencia. Pero interacción no es sinónimo de
imposición, no es subordinación de unos en función de los
intereses de otros. El colonialismo, nuevo y viejo, que reduce a los
países pobres a meros proveedores de materia prima y trabajo barato,
engendra violencia, miseria, migraciones forzadas y todos los males
que vienen de la mano… precisamente porque al poner la periferia en
función del centro les niega el derecho a un desarrollo integral. Y
eso, hermanos es inequidad y la inequidad genera violencia que no
habrá recursos policiales, militares o de inteligencia capaces de
detener.
Digamos
NO, entonces, a las viejas y nuevas formas de colonialismo. Digamos
SÍ al encuentro entre pueblos y culturas. Felices los que trabajan
por la paz.
Y
aquí quiero detenerme en un tema importante. Porque alguno podrá
decir, con derecho, que ''cuando el Papa habla del colonialismo se
olvida de ciertas acciones de la Iglesia''. Les digo, con pesar: se
han cometido muchos y graves pecados contra los pueblos originarios
de América en nombre de Dios. Lo han reconocido mis antecesores, lo
ha dicho el CELAM, el Consejo Episcopal Latinoamericano y también
quiero decirlo. Al igual que san Juan Pablo II pido que la Iglesia -
y cito lo que dijo él- ''se postre ante Dios e implore perdón por
los pecados pasados y presentes de sus hijos''.. Y quiero decirles,
quiero ser muy claro, como lo fue san Juan Pablo II: pido
humildemente perdón, no sólo por las ofensas de la propia Iglesia
sino por los crímenes contra los pueblos originarios durante la
llamada conquista de América. Y junto, junto a este pedido de perdón
y para ser justos, también quiero que recordemos a millares de
sacerdotes, obispos, que se opusieron fuertemente a la lógica de la
espada con la fuerza de la Cruz. Hubo pecado, hubo pecado y
abundante, pero no pedimos perdón, y por eso pedimos perdón, y pido
perdón, pero allí también, donde hubo pecado, donde hubo abundante
pecado, sobreabundó la gracia a través de esos hombres que
defendieron la justicia de los pueblos originarios.
Les
pido también a todos, creyentes y no creyentes, que se acuerden de
tantos Obispos, sacerdotes y laicos que predicaron y predican la
buena noticia de Jesús con coraje y mansedumbre, respeto y en paz
-dije obispos, sacerdotes, y laicos, no me quiero olvidar de las
monjitas que anónimamente patean nuestros barrios pobres llevando un
mensaje de paz y de bien-, que en su paso por esta vida dejaron
conmovedoras obras de promoción humana y de amor, muchas veces junto
a los pueblos indígenas o acompañando a los propios movimientos
populares incluso hasta el martirio. La Iglesia, sus hijos e hijas,
son una parte de la identidad de los pueblos en latinoamericana.
Identidad que tanto aquí como en otros países algunos poderes se
empeñan en borrar, tal vez porque nuestra fe es revolucionaria,
porque nuestra fe desafía la tiranía del idolo dinero. Hoy vemos
con espanto como en Medio Oriente y otros lugares del mundo se
persigue, se tortura, se asesina a muchos hermanos nuestros por su fe
en Jesús. Eso también debemos denunciarlo: dentro de esta tercera
guerra mundial en cuotas que vivimos, hay una especie – fuerzo la
palabra- de genocidio en marcha que debe cesar.
A
los hermanos y hermanas del movimiento indígena latinoamericano,
déjenme trasmitirle mi más hondo cariño y felicitarlos por buscar
la conjunción de sus pueblos y culturas, eso –conjunción de
pueblos y culturas- eso que a mí me gusta llamar poliedro, una
forma de convivencia donde las partes conservan su identidad
construyendo juntas una pluralidad que no atenta, sino que fortalece
la unidad. Su búsqueda de esa interculturalidad que combina la
reafirmación de los derechos de los pueblos originarios con el
respeto a la integridad territorial de los Estados nos enriquece y
nos fortalece a todos.
Y
la tercera tarea, tal vez la más importante que debemos asumir hoy,
es defender la Madre Tierra.
La
casa común de todos nosotros está siendo saqueada, devastada,
vejada impunemente. La cobardía en su defensa es un grave pecado.
Vemos con decepción creciente como se suceden una tras otras las
cumbres internacionales sin ningún resultado importante. Existe un
claro, definitivo e impostergable imperativo ético de actuar que no
se está cumpliendo. No se puede permitir que ciertos intereses –que
son globales pero no universales– se impongan, sometan a los
Estados y organismos internacionales, y continúen destruyendo la
creación. Los Pueblos y sus movimientos están llamados a clamar a
movilizarse, a exigir –pacifica pero tenazmente– la adopción
urgente de medidas apropiadas. Yo les pido, en nombre de Dios, que
defiendan a la Madre Tierra. Sobre éste tema me he expresado
debidamente en la Carta Encíclica Laudato si’, que creo que les
será dada al finalizar.
Para
finalizar, quisiera decirles nuevamente: el futuro de la humanidad no
está únicamente en manos de los grandes dirigentes, las grandes
potencias y las élites. Está fundamentalmente en manos de los
Pueblos; en su capacidad de organizarse y también en sus manos que
riegan con humildad y convicción este proceso de cambio. Los
acompaño. Digamos juntos Y cada uno, repitámonos desde el corazón:
ninguna familia sin vivienda, ningún campesino sin tierra, ningún
trabajador sin derechos, ningún pueblo sin soberanía, ninguna
persona sin dignidad, ningún niño sin infancia, ningún joven sin
posibilidades, ningún anciano sin una venerable vejez. Sigan con su
lucha y, por favor, cuiden mucho a la Madre Tierra. Créanme, y soy
sincero, de corazón les digo: rezo por ustedes, rezo con ustedes y
quiero pedirle a nuestro Padre Dios que los acompañe y los bendiga,
que los colme de su amor y los defienda en el camino dándoles
abundantemente esa fuerza que nos mantiene en pie: esa fuerza es la
esperanza. Y una cosa importante: la esperanza que no defrauda,
gracias. Y, por favor, les pido que recen por mí. Y si alguno de
ustedes no puede rezar, con todo respeto, le pido que me piense bien
y me mande buena onda. Gracias''.
Hoy
viernes, 10 de julio, el Santo Padre visitará a los reclusos de la
cárcel de Palmasola y encontrará en privado a los obispos de
Bolivia. A las 12, 45 (hora local, 18,45 hora italiana) llegará al
aeropuerto de Viru Viru en Santa Cruz de la Sierra desde donde
tomará el avión que lo lleva a la última etapa de su viaje
apostólico: Paraguay.
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