Ciudad
del Vaticano, 24 de marzo 2012 (VIS).-Benedicto XVI llegó ayer, a
las 16.30 hora local, (23,30 hora italiana) al aeropuerto
internacional de Guanajuato, en León, donde fue recibido por el
Presidente Federal de México, Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, y
por el arzobispo de León, José Guadalupe Martín Rábago. También
estaban presentes diversas autoridades civiles, el cuerpo
diplomático, varios obispos mexicanos, miles de fieles, un coro y un
grupo de mariachis que cantaron para el Papa.
Después
de los saludos a la bandera y de la ejecución de los himnos
nacionales del Estado de la Ciudad del Vaticano y de México, tras
escuchar el discurso del presidente federal, el Santo Padre pronunció
sus primeras palabras en tierra mexicana.
“Me
siento muy feliz de estar aquí -dijo- y doy gracias a Dios por
haberme permitido realizar el deseo, guardado en mi corazón desde
hace mucho tiempo, de poder confirmar en la fe al Pueblo de Dios de
esta gran nación en su propia tierra. Es proverbial el fervor del
pueblo mexicano con el Sucesor de Pedro, que lo tiene siempre muy
presente en su oración. Lo digo en este lugar, considerado el centro
geográfico de su territorio, al cual ya quiso venir desde su primer
viaje mi venerado predecesor, el beato Juan Pablo II. Al no poder
hacerlo, dejó en aquella ocasión un mensaje de aliento y bendición
cuando sobrevolaba su espacio aéreo. Hoy me siento dichoso de
hacerme eco de sus palabras, en suelo firme y entre ustedes:
Agradezco -decía en su mensaje- el afecto al Papa y la fidelidad al
Señor de los fieles del Bajío y de Guanajuato. Que Dios les
acompañe siempre.”
“Con
esta breve visita -continuó el pontífice- deseo estrechar las manos
de todos los mexicanos y abarcar a las naciones y pueblos
latinoamericanos, bien representados aquí por tantos obispos,
precisamente en este lugar en el que el majestuoso monumento a Cristo
Rey, en el cerro del Cubilete, da muestra de la raigambre de la fe
católica entre los mexicanos, que se acogen a su constante bendición
en todas sus vicisitudes”.
“México,
y la mayoría de los pueblos latinoamericanos, han conmemorado el
bicentenario de su independencia, o lo están haciendo en estos años.
Muchas han sido las celebraciones religiosas para dar gracias a Dios
por este momento tan importante y significativo. Y en ellas, como se
hizo en la Santa Misa en la Basílica de San Pedro, en Roma, en la
solemnidad de Nuestra Señora de Guadalupe, se invocó con fervor a
María Santísima, que hizo ver con dulzura cómo el Señor ama a
todos y se entregó por ellos sin distinciones. Nuestra Madre del
cielo ha seguido velando por la fe de sus hijos también en la
formación de estas naciones, y lo sigue haciendo hoy ante los nuevos
desafíos que se les presentan”.
“Vengo
como peregrino de la fe, de la esperanza y de la caridad. Deseo
confirmar en la fe a los creyentes en Cristo, afianzarlos en ella y
animarlos a revitalizarla con la escucha de la Palabra de Dios, los
sacramentos y la coherencia de vida. Así podrán compartirla con los
demás, como misioneros entre sus hermanos, y ser fermento en la
sociedad, contribuyendo a una convivencia respetuosa y pacífica,
basada en la inigualable dignidad de toda persona humana, creada por
Dios, y que ningún poder tiene derecho a olvidar o despreciar. Esta
dignidad se expresa de manera eminente en el derecho fundamental a la
libertad religiosa, en su genuino sentido y en su plena integridad”.
“Como
peregrino de la esperanza, les digo con san Pablo: 'No se
entristezcan como los que no tienen esperanza'. La confianza en Dios
ofrece la certeza de encontrarlo, de recibir su gracia, y en ello se
basa la esperanza de quien cree. Y, sabiendo esto, se esfuerza en
transformar también las estructuras y acontecimientos presentes poco
gratos, que parecen inconmovibles e insuperables, ayudando a quien no
encuentra en la vida sentido ni porvenir. Sí, la esperanza cambia la
existencia concreta de cada hombre y cada mujer de manera real (...)
Además, cuando arraiga en un pueblo, cuando se comparte, se difunde
como la luz que despeja las tinieblas que ofuscan y atenazan. Este
país, este Continente, está llamado a vivir la esperanza en Dios
como una convicción profunda, convirtiéndola en una actitud del
corazón y en un compromiso concreto de caminar juntos hacia un mundo
mejor”.
“Junto
a la fe y la esperanza, el creyente en Cristo, y la Iglesia en su
conjunto, vive y practica la caridad como elemento esencial de su
misión. En su acepción primera, la caridad 'es ante todo y
simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada
situación' como es socorrer a los que padecen hambre, carecen de
cobijo, están enfermos o necesitados en algún aspecto de su
existencia. Nadie queda excluido por su origen o creencias de esta
misión de la Iglesia, que no entra en competencia con otras
iniciativas privadas o públicas, es más, ella colabora gustosa con
quienes persiguen estos mismos fines. Tampoco pretende otra cosa que
hacer de manera desinteresada y respetuosa el bien al menesteroso, a
quien tantas veces lo que más le falta es precisamente una muestra
de amor auténtico”.
“En
estos días pediré encarecidamente al Señor y a la Virgen de
Guadalupe por este pueblo, para que haga honor a la fe recibida y a
sus mejores tradiciones; y rezaré especialmente por quienes más lo
precisan, particularmente por los que sufren a causa de antiguas y
nuevas rivalidades, resentimientos y formas de violencia. Ya sé que
estoy en un país orgulloso de su hospitalidad y deseoso de que nadie
se sienta extraño en su tierra. Lo sé, lo sabía ya, pero ahora lo
veo y lo siento muy dentro del corazón. Espero con toda mi alma que
lo sientan también tantos mexicanos que viven fuera de su patria
natal, pero que nunca la olvidan y desean verla crecer en la
concordia y en un auténtico desarrollo integral”, concluyó el
Santo Padre.
Finalizado
el discurso, se trasladó en papamóvil al Colegio Santísima Virgen
de Miraflores donde pernoctó.
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